Solo un 21% se mostraba partidario de defender al territorio nacional en caso de guerra
Manuel Parra Celaya. En mi acostumbrada y apresurada revista de prensa diaria -en la que, tal como está el patio, volqué mi atención a los asuntos internacionales- me llamó la atención un titular: “Los españoles, los menos dispuestos a tomar las armas” (ABC, 1 de marzo); según una encuesta de Gallup Internacional de 2015, solo un 21% se mostraba partidario de defender al territorio nacional en caso de guerra. Y, transcurridos siete años, me da la impresión de que este porcentaje no ha experimentado mucha variación…
Poco tiempo atrás, en una de mis clases de Instituto -y no recuerdo con qué tema estaba relacionado el asunto- formulé idéntica pregunta a mis alumnos, sin ánimo estadístico alguno, por supuesto; solo dos o tres de los treinta adolescentes que tenía ante mí afirmaron que, en una situación límite, acudirían a la defensa en caso de invasión de España por un hipotético enemigo; el resto respondieron que huirían, marcharían a otros países o vivirían bajo el supuesto invasor. Por lo tanto, no me ha sorprendido excesivamente la noticia mencionada, relacionada, claro, con la invasión de Ucrania.
La cuestión de fondo es que llevamos muchas generaciones sobre las que ha caído, inmisericorde, la prédica del pacifismo a ultranza; entendámonos, no una educación para la paz, que es lo deseable, sino la absoluta renuncia a una guerra. Como contraposición, dicen los medios que crece la violencia en las actitudes de los jóvenes, la mayoría de las veces de forma irracional.
Afortunadamente, estas generaciones no han estado inmersas en una guerra convencional (otra cosa es el terrorismo); todo lo más, han sido testigos lejanos -a lo mejor, ni eso- de guerras televisadas, foráneas, protagonizadas por personas de otras latitudes, extrañas a nosotros. Todo lo más, el sector más politizado (que es mucho decir) se sintió atraído a manifestaciones cuyo eslogan era el negativo “No a la guerra”, sin entrar en reflexiones sobre las condiciones necesarias para la paz; paradójicamente, triunfan entre la juventud los videojuegos modernos, en los que, en lugar de marcianitos, puedes disparar sobre figuras humanas virtuales.
Aunque suenen a tópico, no puedo menos que traer a colación unas palabras escritas por D. José Ortega y Gasset en 1937, en París, que llevan por encabezamiento y título “En cuanto al pacifismo”; recomiendo la lectura íntegra del texto orteguiano, por más que, con la mentalidad actual y la manipulación ideológica imperante, pongan a alguno los pelos como escarpias; solo copio un breve párrafo: “El enorme esfuerzo que es la guerra solo puede evitarse si se entiende por paz un esfuerzo todavía mayor, un sistema de esfuerzos complicadísimos y que, en parte, requieren la venturosa intervención del genio. Lo otro es puro error. Lo otro es interpretar la paz como un simple hueco que la guerra dejaría si desapareciese; por tanto, ignorar que, si la guerra es una cosa que se hace, también la paz es una cosa que hay que hacer, que hay que fabricar, poniendo a la faena todas las potencias humanas”.
La conclusión que saco ahora es que, en España, no solo falta una adecuada educación para la paz, sino especialmente lo que se llama una cultura de defensa; dicho de forma más rotunda: estamos inmersos en una total incultura de defensa de lo propio.
Se pudo ya advertir cuando el presidente Aznar dejó en suspenso (¡qué curioso eufemismo!) el derecho y la obligación constitucional de defender España (artículo 30.1); y cuando las filas del nuevo ejército profesional se llenaron de magníficos hispanoamericanos, por escasez de españoles. Creo que la situación ha variado algo en la actualidad, pero nuestro potencial de soldados está muy por debajo de las exigencias de la OTAN; la creación de los reservistas no fue más que un parche para engrosar los números de efectivos.
La responsabilidad de esta manifiesta incultura de defensa está, en primer lugar, en los guías ideológicos de la sociedad, políticos antimilitaristas o bobalicones y educadores al uso; además de inculcar ese pacifismo buenista, han ido haciendo tabula rasa de una serie de valores que, sin embargo, sí parecen estar presentes en otras naciones de nuestro entorno: patriotismo, solidaridad, abnegación, disciplina, honor… Fijémonos que son valores que encarnan los Ejércitos y que no estaría de más que tuvieran su reflejo en toda la sociedad.
Es evidente, por otra parte, que esta sociedad está adormecida por los efluvios posmodernistas del relativismo y el hedonismo: “cultura de vacío, cultura light, fragmentada, débil, de la banalidad…” (E. Gervilla Castillo: “Educar en la posmodernidad”).
Las Fuerzas Armadas han asumido el papel que les vienen asignando los políticos, sin forma alguna de iniciativa que suture la inmensa fractura existente entre ellas y la sociedad civil; compárese, si no, las culturas de defensa existentes en otras naciones europeas, donde, por ejemplo, se promocionan y apoyan las asociaciones cívico-militares, formadas por antiguos soldados y por defensores de las virtudes militares, como población ya ganada que puede actuar como fermento social para el conocimiento y cariño hacia los Ejércitos.
Ojalá nunca esta España de hoy se vea inmersa en una tesitura bélica, y este deseo no solo responde a una propensión natural a vivir una existencia pacífica, sino a las dudas del comportamiento social, centrado, que sepamos de momento, en ese 21%. Claro que la historia da muchas vueltas y tenemos ejemplos sobrados en nuestra historia en los que, en momentos tan o más decadentes que el actual, el pueblo español ha recuperado su genio atávico. Lo malo es que una de esas sorpresas adquiera el carácter de defendernos unos de otros, del que también tenemos lamentables muestras históricas.