Todos moriremos
José J. Escandell. La fiesta de Todos los Santos va seguida de la celebración de los Fieles Difuntos y, por lo que se ve, acompañada por amplias dosis de simpleza. En cuestión de cementerios, almas, muertes y ultratumba, se desborda todo límite y se ejerce el arrogante derecho a inventar cuentos y leyendas entre bobalicones y pueriles. Sólo faltaba el trasplante a nuestros lares del malhadado «Halloween» para tener guinda del pastel.
Tenemos un mundo que se ha declarado a sí mismo adulto, ilustrado y moderno, y se ha convencido, también a sí mismo, de que nada posterior a la muerte humana merece atención seria. En realidad, piensa que la muerte del hombre es un acontecimiento profiláctico y benéfico para la humanidad, a la que descarga, como el corte de pelo en la barbería, de personas amortizadas que ocupan espacio y recursos. La muerte es como la caspa: poco agradable, pero útil. Lamenta nuestro mundo que los enfermos incurables y los viejos no tomen por sí solos el camino del entierro y procura al respecto, con algún disimulo cada vez menor, azuzar a las Parcas y fomentar el trabajo de las funerarias. Mientras tanto, se pide a los moribundos, de cualquier clase, que no den mucho la lata, que se mueran sin aspavientos ni llamar la atención. De este modo, el morirse se va convirtiendo en un acto fisiológico más, que se ventila felizmente tan sólo con un buen chute de morfina. Sin remordimientos.
Por si todo esto fuera poco, viene luego la incineración. Se trata de que no haya cadáver corrompiéndose ni lugar en donde comprobar que los vivos de hoy también nos moriremos mañana.
Lo peor del caso es que tan elegante procedimiento se enfrenta con lo mejor que la muerte tiene, que es el dar al moribundo la última oportunidad de ponerse en orden de conciencia y pasar el trago encomendado y bien pertrechado.
¿Será cosa del diablo, este ocultamiento de la muerte? ¿O basta para que esto suceda el que los hombres modernos se hayan vuelto estúpidos, de pura soberbia? Es terrible la conspiración hospitalario-funeraria, secundada caritativamente por parientes y amigos de quien se acerca a la muerte con tiempo, para aminorar y desactivar el último toque de clarín que la Providencia pueda darle para acabar en las Buenas Manos tras la muerte. Se prefiere, por el contrario, un tránsito rápido e insensible: mejor durmiendo, o de accidente imprevisto e instantáneo, o de infarto fulminante…
Hete aquí que esta estupidez general ante la muerte encuentra su realce y como culminación en algunas gloriosas intervenciones de clérigos en los funerales. Si por ellos fuera, allí mismo ante el féretro daban a los doloridos parientes un certificado de «cieleidad», pues todo es consolar quitando hierro a la frialdad del cadáver y animando a celebrar su pretendida pervivencia beatífica en un cosmos extramundano digno de un Walt Disney. Con mascotas y todo, que ya hemos inventado los tanatorios para perros. Uno puede entender que el común de los mortales, ignorantes de catecismo y adoctrinados por la tele, puedan pensar cualquier tontería acerca de la vida ultramundana. Lo que no tiene justificación alguna es que algunos clérigos, demasiados, por cuyos estudios debieran saber la doctrina escatológica cristiana, la escamoteen ante las viudas llorosas y hagan del funeral una fiestecilla incolora, inodora e insípida para espíritus sensibles. Lo malo del asunto es que, al cabo, quien lo paga es el difunto, que se queda sin las oraciones que quizás le fueran imprescindibles en el último suspiro para salvar su alma.
Puede ser que no nos importe demasiado llegar al Cielo. Tengo entendido que, entre los teólogos actuales, la escatología no goza de buen nombre. Eso del juicio de Dios suena demasiado legalista, quizás. De la inmortalidad del alma, ni se hable, y así la reconocida «resurrección de los muertos», que los cristianos confesamos, se queda en un simbolismo sensiblero sin contenido real. En cuanto al juicio, la gente se empeña en pensar que el Dios cristiano, Dios de amor y de misericordia, ni puede tener un infierno abierto para condenar a nadie, ni puede someter a nadie, tras la muerte, a una revisión minuciosa de sus hechos para pesarlos. Un Dios que lleva la contabilidad de nuestros pecados nos parece demasiado riguroso, demasiado pagano, demasiado escolástico, demasiado antiguo.
Será sobre todo porque no nos tomamos en serio qué significa hacer el mal. En rigor, si tras la muerte no hay nada, ni premio ni castigo, sino un estado como de suspensión o como en permanente visita a un parque temático, ¿en qué queda nuestra libertad? Nosotros, que nos indignamos dignísimamente cuando presenciamos una injusticia hecha por otro, ¿en tan poco valoramos nuestra libertad? Yo creo que, en el fondo, no nos tomamos suficientemente en serio. El problema del cielo y del infierno es el problema de nuestra libertad.