Una fuerte tendencia a la agresividad
MANUEL PARRA CELAYA Si nos dejamos sugestionar por los medios de difusión, resulta que en nuestra sociedad española subyace una fuerte tendencia a la agresividad, que se pone de manifiesto en numerosas ocasiones y en los más variados ámbitos; a veces, entre las noticias de relumbrón y la crónica deportiva, hay telediarios que nos recuerdan aquel periódico de sucesos que se llamó El Caso. No hay ni que decir que, en paralelo y como consecuencia, se está extiendo un tremendo morbo social, ávido de este tipo de nuevas.
Por supuesto, la plaga de la (mal llamada) violencia de género sigue estando a la orden del día. No hace tanto tiempo que algunos artículos sobre el tema echaban las culpas a la herencia del franquismo, a una educación católica o a ambos a la vez; ahora, tras más de cuarenta años de la muerte de Franco y otros tantos más o menos de la ausencia clamorosa de cualquier influjo religioso, se hace difícil creer que las actuales generaciones mantengan una especie de subconsciente colectivo que les impele a la violencia machista. En este aspecto, hay un dato curioso, como es el espeso velo de silencio, me imagino que producto de la censura de lo políticamente correcto, sobre las raíces geográficas o étnicas de muchos casos de este tipo de violencia. Dentro del ámbito doméstico, han dejado de ser llamativas las agresiones de menores contra sus padres, signo de que la sinrazón ha entrado de hoz y de coz en la vida familiar.
No pasa tampoco un día sin que salte al papel o a las pantallas la agresividad en las aulas, que adopta diversas variantes: alumnos contra profesores (asuntos que suelen ser minimizados o silenciados por las Administraciones educativas, por cierto), padres contra profesores (ídem de lienzo) y escolares entre sí. En este último caso, la noticia de turno no suele pararse en barras para distinguir verdaderos acosos y enseñamientos, marcados como bullyng, e incidentes de toda la vida, aquellos que resolvíamos los niños de entonces con un nos veremos en la salida y un reparto equitativo y recíproco de bofetadas sin más consecuencias.
Últimamente, ha saltado la alarma de un insólito aumento de la violencia contra el personal sanitario por parte de pacientes (término no muy apropiado en este caso) disconformes con la atención o el tratamiento; por cierto, que las víctimas de esta forma de agresividad han adoptado como símbolo un lazo amarillo, lo que inicialmente me produjo una confusión con los empecinados del victimismo separatista en Cataluña… Y no quiero entrar en el irracional y disparatado ensañamiento que acompaña a determinados partidos de fútbol, más objeto de la observación psiquiátrica que de la sociología.
Desconozco las estadísticas de la agresividad reinante en otras naciones de nuestro entorno europeo, pero informaciones sueltas me señalan que no somos un caso aislado ni España es diferente en lo tocante a la violencia. No nos acomplejemos, pues, pero, eso sí, preocupémonos de que se esté dando en nuestros lares; con esta salvedad, busquemos, no solo comunes denominadores, sino razones profundas para que, a pesar de las prédicas buenistas sobre la tolerancia, estas y otras formas de belicosidad sigan presentes en nuestras democráticas sociedades. Porque no cabe aquí hablar de casualidad, sino -siguiendo la teoría de la u- se trata de causalidad.
La primera causa es, por supuesto, el barrido de valores de que hemos sido objeto. Valores, en primer lugar, religiosos y morales, y perdonen la forma de señalar; una sociedad presa del laicismo convertido en dogma oficial es poco dada a asumir conceptos tales como los del amor al prójimo, la consideración al más débil, el perdón o la reconciliación, sin olvidar aquellas virtudes escasamente oídas y enseñadas como la paciencia. Sin movernos del campo de lo religioso, no está de más hacer referencia al matrimonio, no solo como contrato, sino como sacramento, pero esto ya sería pedir demasiado con lo que está cayendo.
En segundo lugar, pero muy relacionado con lo anterior, los valores cívicos, que nos refieren al respeto a la dignidad del otro, a las condiciones de una convivencia pacífica y ordenada y que recusan la violencia como negación de dignidades y convivencias; quizás haya que profundizar en esa constante que es la reclamación de mis derechos en detrimento de mis deberes.
Por supuesto, también habrá que destacar la ausencia de un valor de rango educativo como es el cultivo de la voluntad, palabra sobradamente sospechosa en la actualidad; voluntad, no solo de esfuerzo en el aprendizaje, sino también ante el cooperar, ante el compartir, ante la necesidad del acuerdo y el abrazo. La abulia y el desinterés, por el contrario, propician exasperaciones del ánimo, falta de control de uno mismo e imposición de la fuerza bruta en su lugar.
No dejemos de destacar junto a la ausencia de valores de todo tipo una característica que se ha ido extendiendo como rasgo erróneamente sinónimo de democracia; el igualitarismo y la carencia del sentido de la autoridad, entendida esta en su más pura acepción etimológica; la auctoritas del padre y de madre, del profesor, del médico… impone una jerarquía social que se desprecia.
De poco van a servir las profusas legislaciones, las formas de control y represión de esta agresividad latente y, en ocasiones, explosiva y trágica. La clave está en alterar los criterios pedagógicos de toda una sociedad, condición que choca de plano con el frontispicio axiológico que preside nuestra sociedad. Cada día soy más pesimista, por ello, en que se pueda lograr un cierto pacto educativo.