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Diario YA


 

Natum videte Regem angelorum. Venite, adoremus Dominum!

UNA NAVIDAD COMO DIOS MANDA

PEDRO SÁEZ MARTÍNEZ DE UBAGO. Este sábado 18 de diciembre, víspera del cuarto y último domingo de adviento, coincide con la celebración de la Virgen de la Esperanza. Y Como navarro que quiere extender un poco las curiosidades de su tierra, diré que se trata de una advocación muy venerada en Pamplona desde tiempos remotísimos como Virgen de la O. Testimonio de ello son la ermita y plaza que con este nombre se conservan en el antiguo burgo de San Saturnino. De ella y de su hospital anexo, aunque históricamente se pueda remontar al siglo XII,  tenemos noticias ciertas y documentadas desde 1346, gracias al patronazgo del gremio de labradores, luego Cofradía de Lanquinobarri. No voy a repetir aquí las incidencias de capilla y hospital, que sobradamente documentan Joaquín Arazuri, Juan José Martinena, Fernando Pérez Ollo o Antonio José Ruiz, entre otros estudiosos y divulgadores de nuestra historia y tradiciones.
Cabe añadir que también la aledaña calle de Santo Andía, con etimología en el vascuence sanduandia [santo grande] está relacionada con esta devoción, pues hace referencia a la imagen de la citada virgen. Una talla gótica en piedra policromada, con un peso que supera la media tonelada y una altura en torno a los 180 centímetros. Tamaño y peso que obligaba a que fuera sacada procesionalmente en un carro tirado por una yunta de bueyes.
Dejando ya el sabor de la tierrica, también la advocación Virgen de la O arraiga su origen en las más antiguas liturgias católicas, pues debe su nombre a las siete antífonas mayores compuestas entre los siglos VII y VIII, que se cantan entre los días 17 y 23 de diciembre, teniendo en común el ser breves oraciones dirigidas a Cristo Jesús, que condensan el espíritu del Adviento y la Navidad. La admiración de la Iglesia ante el misterio de un Dios hecho hombre: «Oh». La comprensión cada vez más profunda de su misterio. Y la súplica urgente: “ven”. Cada antífona empieza por una exclamación, “Oh”, seguida de un título mesiánico tomado del A.T., pero entendido con la plenitud del N.T. Es una aclamación a Jesús el Mesías, reconociendo todo lo que representa para nosotros. Y termina siempre con una súplica: “ven” y no tardes más. Son éstas:
 O Sapientia, o Adonai, O Radix, O Clavis, O Oriens, O Rex y O Emmanuel.
Que, si nos fijamos, se puede ver que, al leerlas inversamente, las iniciales de cada primera palabra conforman el acróstico ERO CRAS, que, en latín, viene a significar ‘vendré mañana’: respuesta del Mesías a las siete súplicas que se le hacen por los fieles.
Sin embargo, de un tiempo a esta parte, da pena ver cómo estas fiestas navideñas (Natividad del Señor, Sagrada Familia, Santos Inocentes, Epifanía, Bautismo del Señor…) han perdido su raíz cristiana y se están convirtiendo en unas jornadas paganas, barbarizantes, consumistas… que nada tienen que ver con lo que se celebra.
Hasta no hace mucho la Navidad se celebraba como Dios manda: esto es, con dos tiempos distintos y definidos, el tiempo de Adviento y el tiempo de Navidad. El primero, con sus cuatro domingos, al tercero de los cuales se denomina “gaudete” porque se nos invita particularmente a gozar la próxima llegada del Mesías.
Después, el tiempo de Navidad, con las conmemoraciones y fiestas reseñadas y su importancia en la obra redentora del Señor, que las familias celebraban con la correspondiente alegría.
En la actualidad, ya en noviembre, con la recientemente importada americanada comercial del “black Friday” empezamos a hacer acopio de regalos, alimentos y licores,  como si se avecinara una catástrofe o como si las gastritis, los empachos y las resacas honraran más que la oración o la contemplación del misterio del Niño recostado en el pesebre.
En diciembre o antes ya suenan los villancicos en comercios y todo tipo de establecimientos; y se puede ver en las televisiones edulcorados melodramas insustanciales o, lo que es peor, publicidad de los más diversos productos que, lo único que tienen en común con frecuencia suele ser un erotismo o pornografía que nada tiene que ver con la Inmaculada Concepción.
No es mi deseo condenar las compras, celebraciones ni regalos, cuando estas cosas se entienden bien y van ordenadas a su verdadero fin. Es costumbre muy antigua llevar un presente al niño recién nacido o a sus padres. Los pastores de Belén llevarían una pequeña oveja, o su morral con comida y ropa. Además, días después, desde el Oriente llegaron los Magos que presentaron sus dones de oro, incienso y mirra.
Navidad es tiempo de regalos: de esta manera imitamos a Dios, que se regala a Sí mismo. Pero atención, porque imitar al Niño requiere no limitarse a dar cosas que se puedan comprar, sino darse uno mismo. Por eso, los mejores regalos de Navidad son el cariño, el servicio, la comprensión, la obediencia, el tiempo, el trabajo… Agradecer, e imitar el regalo del nacimiento de Jesús. Este es el sentido de los regalos de Reyes (y, aunque sea menos navideño, también de San Nicolás, con los calcetines y medias rojas en la chimenea), de la costumbre del aguinaldo, las pagas extras, de las Rifas y Cestas de Navidad… y hasta de la lotería de Navidad.
Pero, cuando el fin se pierde y las personas nos desorientamos de la Estrella y el Misterio de Belén, en esta ola de materialismo en que ha degenerado la Navidad, cuya felicitación hasta se pretende proscribir por la autoridad de la Unión Europea, y más cuando los tiempos no son económicamente buenos, en vez de recordar que el Rey de Reyes tuvo que nacer en un establo porque no había sitio en la posada para la Sagrada Familia, cada vez es más normal escuchar lo “deprimente que resulta la Navidad”, principalmente, pero no sólo, por la añoranza de los seres que amamos y que ya no están con nosotros, pero sí gozando de la visión beatífica del Dios que nosotros deberíamos adorar en nuestros templos y nacimientos.
No es ésa la exégesis cristiana del bíblico “Comamos y bebamos que mañana moriremos” que leemos en Isaías y San Pablo.  Muy al contrario deberíamos fijarnos en el Isaías que exclama: “un niño nos es nacido, hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de Paz”, en cuya versión latina y gregoriana, “Puer natus est nobis…” se inspira el antiguo y precioso introito de la misa de Navidad.
La Navidad es mucho más que ponerse sensibleros pensando en los ausentes o envidiosos ante quienes pueden gastar en la cesta de la compra más que nosotros. Si caemos en esto; si nos dejamos cegar por los millones de bombillas de calle y comercios; si aprovechamos estos días para escribir tarjetas más o menos sinceras a gentes para quienes el resto del año no encontramos tiempo -mucho más censurable resulta aún el masivo envío de correos electrónicos o whatsapps absolutamente impersonales propiciado por las nuevas y, en no pocas ocasiones, deshumanizadoras tecnologías- ignorando que el precedente de las tarjetas de felicitación se remonta a las escuelas inglesas, donde se pedía a los estudiantes que escribieran algo referente a la Navidad antes de salir de vacaciones de invierno, y lo enviaran por correo a su casa para que sus padres recibieran un mensaje navideño, porque, cuando alguien se siente feliz, quiere hacer partícipes de esa felicidad a quienes ama. Los Christmas son tarjetas que sirven para compartir con nuestros parientes y amigos la alegría por el nacimiento de Jesús.
También la Navidad entraña mucho más que llenar la casa de cintarajos y adornitos entre los que puede esconderse un belén al que no se hace caso; ni a limitarnos a gastar entra la Noche Buena y la Epifanía aquello que no tenemos, esperando sólo a quitar los adornos el día 7 y precipitarnos sobre las rebajas y caer en una “cuesta de enero” que se prolonga hasta el miércoles de ceniza, en que, con motivo de la Semana Santa y se empieza a pensar (si el bicho que dicen que pulula por ahí no lo impide) hasta las vacaciones de verano y vuelta a empezar… Sobre esto, conviene recordar que Jesús es la luz del mundo, porque nos ha traído sentido para vivir y fuerza para amar. Desde Jesús la historia de la humanidad se ha iluminado, como el sol disipa la oscuridad de la noche. Por eso, los primeros adornos navideños fueron las velas, símbolos de la luz de Cristo. Posteriormente se sustituyeron por bombillas de toda clase y tamaño.
Con estos modos descristianizados de obrar no se hará que la Navidad pierda su sentido, porque los designios de Dios prevalecen sobre las modas humanas; pero es justo denunciar que con semejantes actitudes, si se honra a alguna de las figuras del Portal, no será tanto a la Sagrada Familia, a los pastores o a los Magos, cuanto a lo que de salvaje y animal haya en el buey o en la mula.
Por ello, deberíamos detenernos unos instantes a reflexionar sobre, si de verdad vivimos cristianamente la Navidad y lo que verdaderamente representa, tal y como nos enseña San Alfonso María de Ligorio: “De fuerte y omnipotente que era, se hizo débil […] y aquí lo tenemos hecho niño, obligado a sustentarse de leche y tan débil, que por sí mismo no puede alimentarse ni siquiera moverse. El Verbo eterno, al encarnarse, quiso esconder su fortaleza”.
Natum videte Regem angelorum. Venite, adoremus Dominum!

 

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