Viaje al silencio
Anabel Santos. Pekín. 28 de diciembre.
En el mismo municipio de Pekín, desplazándose a unos 90 kilómetros al suroeste de la ciudad, uno puede viajar no sólo en la distancia sino también, en el tiempo. Dos horas y media de trayecto en autobús se convierten, de pronto, en 500 años atrás.
Apiñadas en la falda de una montaña, silenciosa, donde los meses de frío espantan a los turistas que huyen del ajetreo de la capital, aún siguen en pie unas 70 antiguas construcciones de estilo siheyuan, levantadas durante el antiguo reino Yongle de la dinastía Ming.
El recorrido hasta llegar a la aldea de Cuandixia (爨底下), situada en el distrito de Mentougou, comienza en la estación de autobús de Pingguoyuan, al sur del corazón de Pekín. En realidad, esta estación no son más que unas cuantas paradas repartidas a ambos lados de la calle, salpicada ésta de puestos ambulantes de comida y bebida. A lo largo de la acera se arremolinan los viajeros, la mayoría personas que regresan a sus casas en las afueras de la ciudad, donde el precio de la vivienda es más asequible, tras acudir al trabajo en el centro del municipio.
La línea que pasa por Cuandixia es la 929支. La espera, cuando llego, se hace amena. En seguida aparecen varios hombres, conductores de taxis pirata, que se ofrecen para llevar al minúsculo pueblo a los turistas por unos 100 yuanes, el equivalente a unos 10 euros. Aunque se puede regatear, es un precio algo elevado teniendo en cuenta que el del billete de autobús no llega a los dos euros. Al ver que sus ofertas no tienen éxito, todos los “taxistas” menos uno se alejan en busca de nuevos objetivos. El que opta por quedarse, insiste. No debe llegar a la cincuentena. Luce un negro y espeso bigote, cosa poco común en la mayoría de los chinos, y el pelo, lacio, algo largo. No para de bromear y rápidamente se forma un corrillo de personas alrededor de él. Su labia casi convence a una mujer; sin embargo, los 100 yuanes terminan por echarla para atrás. En medio de este trajín, aparece el 929支.
Subimos todos, incluido el taxista del bigote. Como soy la única extranjera y por extensión, la mejor turista, se sienta a mi lado y me hace una nueva oferta, esta vez de alojamiento. En la aldea no hay más hoteles que las casas de sus residentes, cuyo principal medio de vida es precisamente éste, ofrecer una humilde pensión completa a los que se acercan a pasar el fin de semana por entre 20 y 30 yuanes la noche. El improvisado intermediario me da su número de teléfono para que le llame cuando llegue a Cuandixia y baja del autobús. En ese momento, el vehículo, casi vacío, comienza a andar.
Lo primero que llama la atención del recorrido es el aspecto del extrarradio de Pekín. Nada que ver con la ostentación de la que hacen gala los rascacielos del centro de negocios de la ciudad, donde se eleva el nuevo China World Trade Center acompañado de las más prestigiosas tiendas de lujo, o el flamante y estrambótico edificio que albergará de aquí a un año a la Televisión Central de China, ambos construidos con millonarios presupuestos. Tampoco en esta zona periférica hay ni rastro de las impresionantes instalaciones olímpicas, estandarte de la metrópoli durante los Juegos de Pekín. Desde Pingguoyuan hacia el suroeste del municipio, lo que se encuentran son casas bajas de ladrillo, sucias y descuidadas, enmarcadas en un entorno de escasos recursos económicos. La monotonía arquitectónica se ve rota, de cuando en cuando, por inmensas chimeneas que vomitan humo, señal de que las fábricas pekinesas vuelven a funcionar a todo tren tras el parón de las Olimpiadas.
A medida que el autobús avanza, empiezan a desaparecer viviendas y factorías y se aleja el ruido de la ciudad. Por fin, el paisaje se hace más amable. Atrás queda la maraña de gigantes de hormigón, la marabunta de gente y el imposible tráfico en el que todo tipo de vehículos con dos, tres y cuatro ruedas se mezclan en un caos de infinitas direcciones. El ladrillo da paso a los árboles, pelados por la llegada del frío, y a las praderas de matojos resecos entrecortadas por el paso de algún riachuelo. Entre parada y parada, donde puestos de frutas y frutos secos aguardan la llegada de los pasajeros, ya no se ve más que monte y el cielo se convierte del gris al azul a medida que hacemos kilómetros. Las poblaciones que de cuando en cuando aparecen a la orilla de la carretera son cada vez más pequeñas y menos modernas. El cemento ya no tapa el horizonte y las únicas chimeneas que se ven son las que nacen en los tejados de las casas, cuyo humo es sólo el producto de la combustión de la leña que calienta el hogar. Hasta se ven rebaños de ovejas y algún que otro burro, buscando algo tierno que llevarse a la boca en el suelo helado.
El autobús, mientras, sigue su camino. Poco después de partir dejó de estar vacío y empezaron a faltar los sitios libres. Una hora más tarde, varias personas viajan de pie. Algunos de los que van sentados no han tardado en dormirse, entre ellos, el señor que ocupa la plaza junto a la mía. Como la mayoría de los pasajeros, es un hombre. A diferencia del resto, es enorme. Tanto que nuestros volúmenes, sumados a la gruesa capa de abrigo de cada uno, hacen que apenas me pueda mover. Nadie se ha quitado, por cierto, la chaqueta y es que, a pesar del calor que desprenden nuestros cuerpos, no es suficiente para compensar la ausencia de calefacción. Al final agradezco todo lo grande que es mi fortuito compañero de viaje, pues me sirve de parapeto cada vez que se abre la puerta para que alguien suba o baje de vehículo, momento que el viento aprovecha para colarse en él. Entretienen el trayecto dos pantallas de televisión que sin duda desentonan con el resto del autobús viejo y destartalado, donde se ve sin volumen la programación habitual de la CCTV. También el sonido de una emisora de radio que a estas horas, cerca de las dos de la tarde, ameniza al personal con antiguas canciones pop chinas las cuales mi vecino, ya despierto, tararea con los ojos cerrados. Así, y entre el olor a las mandarinas que alguien habrá comprado por el camino, transcurre el resto del viaje.
Cuando llego a Cuandixia son casi las tres de la tarde. Sólo yo me quedo en la aldea. Hace un frío glacial y el viento sopla con fuerza. Antes de entrar al pueblo tengo que pagar 20 euros en una especie de puesto de venta de billetes donde además, se pueden adquirir recuerdos más o menos típicos del lugar. Algo de artesanía local, postales descoloridas y gatos de tela roja, todo muy poco atractivo, se exponen a la intemperie sin apenas vigilancia. Tampoco parece ser necesaria, ya que no se ve absolutamente a nadie alrededor. Una vez con mi entrada en la mano, entro en el pueblo. A penas faltan un par de horas para que empiece a anochecer y pienso en llamar al taxista del bigote. Por suerte no me hace ninguna falta, ya que diez metros más adelante aparece un hombre mayor, pasados los 60, robusto y de pelo cano, que al verme me hace una señal con el brazo. Dice que me estaba esperando. Según me explica, el del bigote es amigo suyo y le ha avisado para que venga a recogerme y me busque un sitio donde dormir. Mientras me cuenta esto y me advierte de que la noche vendrá muy fría, caminamos en dirección a las famosas casas de Cuandixia.
En la aldea parece que se ha parado el tiempo. Las mismas viviendas que 500 años atrás dieron cobijo a los campesinos de la zona siguen en su sitio en ligero estado de abandono. Algunas han sido restauradas buscando atraer la atención de los turistas que se dejar caer por aquí, y recuerdan que dan hospedaje con modernos carteles en los que figura el teléfono de contacto del dueño del inmueble. Carteles, por cierto, que junto a los cables de alta tensión que sobrevuelan el pueblo de lado a lado devuelven al visitante al siglo XXI. Las casas se extienden a lo largo de una calle principal bien empedrada, de no más de siete u ocho metros de ancho. La mayoría se amontonan casi unas encima de otras a la derecha del camino, en la ladera de la montaña, y todas están construidas con el característico ladrillo gris de Pekín. Su estructura, muy similar a los tradicionales hutongs de la capital, está concebida a partir de un patio cuadrado, en torno al cual se despliega un corredor y alrededor de este, quedan dispuestas las habitaciones. En cada uno de estos cubículos, puertas y ventanas forman prácticamente un mismo elemento. Talladas en madera, muchas aún carecen de vidrio por lo que se aísla el interior colocando amplios pliegos de papel que en ocasiones, no son más que hojas de periódico. Los tejados, cubiertos por tejas también grises sobre travesaños de madera, se erizan hacia arriba en sus extremos lo que hace que de lejos parezcan pequeñas barcas de piedra. Las puertas exteriores están adornadas con faroles rojos, única nota de color de las fachadas, y que el viento no deja de mover de un lado a otro. También destaca en algunas entradas un enorme caracter chino, el de Cuan, cuyo significado es “cocinar a fuego”. Según cuentan los aldeanos, Cuandixia o “bajo la cocina” fue así bautizada debido a que la montaña tiene la forma de un fogón. Ahora, en esta imponente cocina cicatrizan varios peldaños de terrazas, mientras su silueta se recorta con la luz del atardecer de invierno. Los últimos rayos de sol ya casi no calientan y las nubes, blancas y limpias, continúan su macha sobre la montaña.
A pesar de que aún es pronto, no hay nadie en la calle ni se oye un solo ruido más que el de nuestros pasos. Lo único que da fe de que el pueblo está habitado es el humo que sale de las chimeneas. Un pequeño y desordenado corral con dos gallinas, montones de mazorcas de maíz hacinados en los cobertizos y un par de camionetas confirman que no estamos solos. Poco queda del que fuera un antiguo centro de comercio, lugar de paso entre la capital y los castillos que demarcaban la frontera en tiempos de las dinastías Ming y Qing (1368-1911). Hoy en día 33 familias, el 95% del total que residen en Cuandixia, gestionan la actividad turística en la aldea. El turismo rural ha sacado a este recóndito lugar de la pobreza convirtiéndose en su principal fuente de ingresos; no obstante, antes de explotar los siheyuanes Ming como reclamo, todo el pueblo subsistía gracias al cultivo de la tierra, lo que no suponía ni acercarse a la autosuficiencia. Hace diez años, el ingreso anual per cápita no llegaba los 50 euros mientras que ahora asciende a los 2000.
La familia con la que voy a dormir es una de las 33 que viven del turismo. Ahora sólo residen en la casa el hombre que me recogió en la entrada del pueblo y su mujer, también mayor. Su hijo también hace acto de presencia. Creo que yo ocupo su habitación y ésta ya está preparada para mí. En seguida me ofrecen un té, insípido pero caliente, y la sangre vuelve a circular por mis miembros, rígidos por el frío. El cuarto es bastante sencillo. La cama es en realidad un bloque de cemento hueco de más de un metro de alto, bajo el cual hay un buen puñado de ascuas ardiendo. Sobre el bloque de cemento reposa un viejo colchón, templado gracias al calor de las ascuas. El suelo de baldosa está helado. El oxidado radiador que hay junto a la pared no es suficiente para calentar la alcoba, donde el viento, que golpea el papel de las ventanas, se cuela por las rendijas que quedan sin tapar en la puerta. Una silla y una mesa de jardín, un par de muebles destartalados y un viejo televisor completan el mobiliario. En la pared, fotos de la pareja tomadas durante algún viaje y también retratos del hijo, además de un espejito de plástico azul. La única luz la proporciona una bombilla que cuelga del techo. El resto de habitaciones son similares. Para acceder a cada una de ellas hay que salir al patio, incluyendo la cocina y el baño. Éste se divide en dos. En un lado, un cuartito para la ducha, siendo ésta no más que una alcachofa en la pared. En el otro, un pequeño retrete sin taza.
Una vez instalada, salgo de la casa con la intención de dar una vuelta por la aldea. No hay ni un alma en la calle. Sólo se escucha aullar al viento. Paseando, encuentro las escaleras que llevan al pequeño templo, también vacío. Cuandixia, en invierno, es un pueblo fantasma. Efectivamente, no hay ni rastro de la ciudad. Sin coches, tiendas, ni ruido. Sólo los antiguos siheyuanes, cuyos rincones infinitos parecen minúsculos laberintos de piedra.
El frío se hace insoportable y regreso a la casa. De pronto, llega mi cena. La mujer del hombre que me vino a buscar a la entrada del pueblo me ha preparado un plato de tofu con salsa de soja y cebolleta y una especie de tortas de harina fritas. Con ella, se han colado en la habitación dos perritos, un pequinés al que ya se le notan los años y un cachorrito de raza indefinida. El pequinés se queda junto a la cama de cemento, al lado de los carbones ardiendo, y el cachorro se contenta con morderme las botas mientras como. Terminada la cena, despido a los dos perros y me meto en la cama, increíblemente caliente. Afuera, ya en la oscuridad, sólo se oye el ruido de la tele en lo que correspondería al cuarto de estar y cómo no, el viento.
A la mañana siguiente, tras desayunar un huevo duro, una sopa y un bollo al vapor, apenas me queda tiempo para despedirme y pagar al matrimonio. Al final han sido cuatro euros, la cama más las comidas. No he querido regatear. Me dicen que cuando vuelva vaya a verles, y que si algún amigo se acerca a la aldea le recomiende su casa. El hijo de la pareja me repite lo mismo.
El autobús de vuelta ya está esperando a la entrada del pueblo, con sólo otra pasajera a bordo. Arranca el vehículo. Empezamos a descender la montaña, vuelven las praderas y los riachuelos, hoy ya congelados. De lejos, se ven de nuevo las tremendas chimeneas. Atrás queda el silencio. Regresa el ruido, la gente, el tráfico. Regresa la ciudad. Regresa Pekín.