YA NO SÉ SI SOY DE LOS NUESTROS
MANUEL PARRA CELAYA La frase es histórica: la escuché en el tardofranquismo de un aspirante a político, y con ella quería expresar el hombre la perplejidad que sentía ante el confuso panorama de cambios de chaqueta, de apariciones fulgurantes y de los consiguientes ocasos silentes que tenían lugar en aquellos momentos.
Me imagino que se la estarán repitiendo ahora, en otras circunstancias y por diferentes causas, muchos españoles de buena fe que han venido asistiendo al proceso llamado primera transición y que ahora quiere desembocar en una segunda, para dar paso a una tercera, dicho sea sin la menor intención de aludir al republicanismo in péctore y, mucho menos, a esa tercera república que proponía Salvador de Madariaga, que sería tachado de facha en estos días sin duda alguna.
Porque eso de las definiciones y devociones políticas es hoy sumamente confuso; el personal anda sumido en una confusión mayor que la que provocó la frase del título; hablo de definiciones y devociones, que no de afiliaciones, pues, tal como andan los partidos de firmes cotizantes, si no los sostuvieran las arcas del Estado -es decir, todos los españoles- habrían echado la persiana de cierre hace mucho tiempo.
La confusión viene dada por la ambigüedad, por los tópicos y las descalificaciones que encierra cada definición ideológica, tras aquel ocaso que explicó Fernández de la Mora. Empecemos por el decantarse de derechas o de izquierdas, que es, según Ortega, una de las maneras que tiene el español de volverse imbécil, y, en José Antonio, una forma de hemiplejía moral. Tanto huele a naftalina esta dicotomía que se ha sustituido por la de progresista y reaccionario, que tampoco es que dé mucho de sí. Al parecer, lo primero no es equivalente a la búsqueda de mayores espacios de justicia social, sino a ser animalista, feminista o defensor a ultranza de los colectivos LGTBI, mientras que lo segundo consiste en arrugar la nariz ante las cursiladas, memeces y disparates que defienden los supuestos partidarios de ese progreso.
En el fondo, llámense como se quiera, estas definiciones son a modo de señuelos para perpetuar la división de la sociedad en dos bandos irreconciliables y -según las mentes más aviesas- introducirnos en un espantoso túnel del tiempo…
Si matizamos las tipologías ideológicas, ello nos lleva, paradójicamente, una mayor confusión. ¿Qué es ser liberal actualmente? ¿Y qué es ser socialista? Por supuesto, D. Gregorio Marañón o D. Julián Marías se harían cruces si les asimilaran al liberalismo al uso, y, sin ir más lejos, D. Felipe González se rasga a diario las vestiduras si lo identifican con el PSOE de Sánchez.
En cuanto a los vituperios, sigue siendo el colmo de la iniquidad ser señalado como franquista a los cincuenta y cinco años de la muerte del Caudillo; y aquí cabe con toda justicia el agudo diagnóstico del genial Enrique de Aguinaga: Ser hoy franquista es un anacronismo; ser antifranquista es una estupidez.
Más grave es ser tildado de fascista, moneda de uso corriente y gastada, pero eficaz; recordamos que, hace años, los servicios del Estado acusaban a ETA de fascismo, no por cierto de marxismo-leninismo, y, a su vez, los encapuchados de las bombas tachaban de lo mismo a sus víctimas y al propio Estado español. Lo mismo ocurre hoy con respecto a otras formas de separatismo: para ellas, los constitucionalistas son vulgares fascistas, mientras que estos motejan de lo mismo a los que llaman, en eufemismo asumido y tontorrón, independentistas.
Puestos a detallar términos peyorativos, en determinadas Comunidades Autónomas y en sectores reducidos de otras sin determinar, españolismo es un insulto; no lo son, sin embargo, las autoproclamaciones de andalucismo, castellanismo, catalanismo o galleguismo. A uno, lo de españolismo siempre le ha sonado a simpatías por el RCD Español, por lo que, sin desmerecerlo en absoluto, prefiere el término españolidad, mucho más rotundo y certero.
Por último, reseñemos que triunfa en el lenguaje políticamente correcto el sufijo -fóbico, que se puede aplicar a un roto y a un descosido, y que sirve de estigma para los bobos que lo aceptan; particularmente, aparte de una incurable claustrofobia, declaro solemnemente no padecer ninguna fobia o manía especial contra grupos y colectivos, pero sí que me caen mal algunos individuos de estos, sin poderlo ni quererlo evitar.
Toda esta elucubración podría dar lugar a un voluminoso diccionario ideológico de trivialidades y lugares comunes, que no me veo capaz de acometer por el momento; quizás cuando sea mayor y no tenga nada mejor que hacer…
En todo caso, que quede claro que, a diferencia de las palabras del título del artículo, yo tengo muy claro quiénes son los míos, sin ningún ánimo de exclusión ni de anatemas, y que, por cierto, no pertenecen a ninguna de las categorías reseñadas.