¿No será Europa heredera directa de un sistema de naciones inconciliables como fue Grecia?
Manuel Parra Celaya. De vez en cuando sucumbo a la tentación de repasarme libros leídos y casi olvidados de mi copiosa biblioteca y dejar de retén el rimero, también considerable, de las últimas adquisiciones pendientes de lectura. No creo que ello obedezca al mismo criterio del Borges anciano acerca de que, por su ceguera física, seguía leyendo en la memoria, leyendo y transformando, textos de otras épocas; por el contrario, estoy permanentemente abierto a nuevas aportaciones bibliográficas, en la firme convicción de que el pensamiento humano -a pesar de las apariencias- no se ha detenido y avanza. Por otra parte, me suele acontecer que ideas que aún conservan el olor a tinta de su reciente publicación refrendan íntimas convicciones. Hace pocos días rescaté de un anaquel el Abel en tierra de Caín, de José Mª Fontana Tarrats, título que seguro no dirá nada a lectores más jóvenes que yo.
Del autor se podría escribir mucho, pero aquí me limito a reseñar algunos datos significativos: nacido en 1911 en Reus -esa bonita ciudad cuyos vecinos sostienen, con graciosa petulancia, que tiene un barrio marítimo llamado Tarragona- fue uno de esos catalanes inteligentes y vitalistas, y por ello silenciados por el establishment nacionalista; afiliado a Falange Española, intervino en los hechos de Salamanca en el 37 y combatió en la 1ª Centuria Virgen de Montserrat, allá por las tierras burgalesas de Espinosa de los Monteros, donde aún existen la fuente y la Cruz de los catalanes y la imagen de La Moreneta ocupa una hornacina en su parroquia; ocupó diversos cargos en los años 50 y 60, colaboró en la revista Destino y escribió abundantes libros; entre ellos destacan una apretada biografía en Dos trenes se cruzan en Reus y, sobre todo, Los catalanes en la guerra de España, del que alguien dijo que debería figurar como libro de texto en todos los colegios y cuya primera edición conservo como un tesoro.
Tuve el honor de sostener con Fontana una intensa correspondencia en los primeros años de la Transición y lo conocí personalmente, con su impresionante estatura física de 1,90 y su excelente discernimiento de las cosas públicas, en una entrevista en su domicilio madrileño, ante sendas copas de excelente vino de Ávila, previas disculpas por su parte porque no era del Priorato. Falleció en 1984, y solo me restó enviar una carta de pésame a sus familiares, transmitiéndoles mi aprecio y admiración por la figura que había desaparecido, con quien tuve tan tardía amistad.
A lo que vamos: Abel en tierra de Caín no es, según confesión del autor, una obra académica ni una digresión bizantina, sino un lúcido ensayo histórico y actual acerca de las posibles implicaciones de dos cuestiones permanentes contenidas en el problema de España: el problema agrario y el separatismo; escrito en 1968, viene a ser un análisis de la relación entre antropología hispánica, geoclimatología, historia y filosofía política; contiene en sus páginas un mensaje de esperanza sustentado en la validez de la síntesis, generosa y abierta, entre unidad y variedad españolas, tan cara a los catalanes con seny y que debería serlo para el resto de españoles, y en la actualización de la teoría del proyecto de vida en común o de la comunidad de destino, orteguiana y joseantoniana. El Abel… viene a ser, para su autor, una puesta en día, ampliada, corregida y llevada a otra época, de otro libro suyo,
Destino y constitución de España, escrita en edad más juvenil; la madurez ha vencido a la posible utopía, pero sin lastre alguno de escepticismo. Me ha llamado la atención un párrafo -no se olvide, escrito hace casi cincuenta años- que me ha resultado extraordinariamente atractivo en este momento de euroescepticismos, en el que da la impresión de que naufraga la conciencia europea, paso previo e imprescindible a tantas cosas, como la ciudadanía, la ilusión y la defensa comunes; dijo así Fontana: “Por último, no se nos oculta que el sistema de unidad y variedad que acabamos de esbozar es técnicamente aplicable o argumentable para justificar la existencia de Europa como nación.
Forzoso es reconocer que a la escala continental se dan, muy claramente, las oposiciones entre países del norte y países del sur, entre los de occidente y los de oriente, así como núcleos de variedades potenciales, en torno de la gran llanura central de Francia, Alemania y Países Bajos, esquema que parece reproducir la anatomía del pequeño modelo español. ¿Se logrará ahora lo que fracasó siempre desde Carlomagno a Hitler, pasando por Carlos V y Napoleón? Mas, ¿no será Europa heredera directa de un sistema de naciones inconciliables como fue Grecia?”. Como he dicho al principio, muchas ideas que parecen novedosas en nuestros días suelen corroborar añejas convicciones, y, en consecuencia, opiniones que pasan por descubrimientos de hoy se sustentan en afirmaciones clásicas. Tal es el concepto de España. Y tal es el concepto de Europa.