¿DÓNDE ACABA EUROPA?
Manuel Parra Celaya. Me imagino que nuestros vecinos franceses ya no repiten aquel consabido y odioso eslogan de otros tiempos: Europa termina en los Pirineos, tras las repetidas y sucesivas experiencias, en carne propia, de las asonadas de sus banlieue, la última de hace muy pocos días. De hecho, no están en disposición de repetirlo ni ellos ni el resto de naciones europeas, expuestas a diario a soportar similares, si no idénticas por el momento, agitaciones (cuando no atentados) en sus respectivos territorios; por supuesto, nosotros tampoco, a fuer de masoquistas históricos y estúpidos creyentes en las leyendas negras.
Naturalmente, las opiniones sobre estos problemas son variopintas, pero siempre prevalece la versión oficial que dicta el Sistema y que es profusamente difundida por los medios. La más común es la consabida dialéctica racismo-antirracismo, con todo un añadido semántico del lenguaje fóbico y el buenismo acostumbrado, rasgos que acompañan esa versión un día sí y otro también. En ese sentido, es curioso constatar, en el caso de los atentados cometidos por individuos solitarios, como siempre las noticias van precedidas por un recurrente “parece que se descartan móviles terroristas” e, inmediatamente, se busca la explicación en desarreglos de carácter psiquiátrico del sujeto implicado; por supuesto, no deja de haber situaciones en que se omiten nombres y apellidos…
En el caso de las revueltas de las banlieue, cada tendencia política acude a sus explicaciones de los hechos; para simplificar, la llamada extrema derecha saca a relucir el descontrol ante la inmigración islámica; la derecha -para no ser incluida en el paquete de la demonización- recurre al tópico de las libertades como valor prioritario occidental y, en el caso concreto francés, se exterioriza en una Marsellesa cantada unánimemente; la izquierda señala como causas principales la situación de marginación de los guetos y las desigualdades sociales en que viven los inmigrantes y culpabiliza por sistema la brutalidad policial.
Diré que, en mi opinión, todos tienen su parte de razón a la hora de invocar las causas pero ninguno suele descender al fondo del problema, sea por motivos ideológicos o electorales, por intereses partidistas o por la presión del Sistema en sus dictados de lo que es políticamente correcto.
Lo que ocurre se explica, ni más ni menos y en primer lugar, por un choque de culturas y de civilizaciones, tan repetido en la historia. Europa, mal que le pese a sus organismos oficiales de Bruselas, descansa sobre el doble soporte de la Fe y la Razón, ambas perfectamente conciliables en la preclara mente de Ratzinger; Cristianismo e Ilustración han dejado su huella indeleble en el ser de Europa, común a todas sus naciones y, al unísono, han conformado la mentalidad de sus ciudadanos. Islam, por otra parte, significa sumisión, y de esta recia creencia deviene todo un entramado religioso y político, doctrinal y estratégico, presente en todos sus miembros, independientemente de la práctica personal. Pertenece al ámbito de la pura utopía que una Europa unida y fuerte, sin dejación de sus valores esenciales, pudiera encarnar un proyecto sugestivo de vida en común que aunara conciencias y voluntades para contribuir a la armonía de la Creación.
Por otra parte, aquella alianza de civilizaciones que sostenía perrunamente el presidente Rodríguez Zapatero no era más que un reflejo demagógico de los vericuetos insondables de la Globalización, que precisa inexorablemente las “sociedades abiertas”, sin raíces comunes, sin valores culturales y religiosos colectivos, para implantarse en todo el orbe.
La herencia común europea, así, vendría a ser sustituida por las ideologías del Pensamiento Único, a modo de principios permanentes e inalterables, tal como patrocinan la ONU, la UE y los diferentes Estados sometidos a sus criterios.
Ante la actual crisis a que se enfrenta el presidente Macron, los medios vuelven a señalar, extrañados, que sus protagonistas principales son de segunda, tercera o cuarta generación de inmigrantes (sin olvidar, por nuestra parte, a los consabidos bárbaros interiores, que colaboran eficazmente en las algaradas, asaltos, robos e incendios). La explicación no hay que buscarla, pues, exclusivamente en las desigualdades sociales o en los excesos policiales: aunque los Estados del Bienestar europeos consiguieran allanar caminos de justicia social y poner freno a desafueros, el problema subsistiría: se trata, como se ha dicho, de un choque frontal de diferentes maneras de concebir la vida, de valores heredados por ambas partes. En ese choque, la Europa original tiene todas las de perder, porque ha hecho tabula rasa de los suyos, sea relativizándolos o negándolos directamente, frente a las masas procedentes del mundo islámico, que mantienen, con más o menos pureza, todo su potencial axiológico.
Ya que hemos empezado con un dicho histórico, nos vamos a permitir acabar con otro, que fue acuñado hace un par de siglos: Cuando Francia se acatarra, Europa estornuda; en realidad, el aforismo se centraba en París, pues este era el epicentro de las revoluciones (1830, 1848…), que repercutían inexorablemente en el resto de naciones europeas; ahora, son casi todas las ciudades francesas, por lo que vale una actualización en todos los sentidos, también como ocurrió en el siglo XX con el mayo del 68: lo que parecía ser una agitación estudiantil contracultural, auspiciada por las ideas de la Escuela de Frankfurt, dio lugar a la Postmodernidad, caldo de cultivo actual para los intereses y propósitos de la mencionada Globalización.
¿Dónde, pues, termina Europa a estas alturas del siglo XXI? Respondamos que, si Dios no lo remedia, en ella misma, en todas y en cada una de sus naciones históricas, y en su presunta unidad futurible.