Andreiev y otros tantos
Juan Carlos Blanco. En realidad son muy pocas las naciones que pueden jactarse de disfrutar de una herencia literaria tan imponente como le sucede a Rusia. Durante los últimos doscientos cincuenta años dedicándose sus escritores a situar las letras de su país tan extenso entre las más meritorias, dejando para la posteridad la mirada serena y lúcida de algunos de los hombres que con mayor profundidad han mirado, al volverse apenas. Tolstoi, Dostoievski, Chéjov, Pushkin, Andreiev, Solzhenitsyn, Pasternak, Nabokov, Grossman. Por nombrar a los más conocidos por todos y reputados, y que tanto suenan. Y existe una suerte de denominador común en las letras de todos ellos, que afecta más que nada a su manera de enfrentar la vida, como si transitaran por una realidad idéntica o muy parecida con independencia del siglo que les tocara en suerte. El modo resignado de hacerle frente a las acechanzas e insidias propias de una tierra que con inusitada frecuencia se muestra inhóspita, y que nunca cede. El firme rugoso cubierto por una espesísima capa de nieve sin hollar apenas, el crujido leve de los trineos al deslizarse sobre la alfombra por completo blanca, las vestimentas tan abultadas encorsetando el devenir de los protagonistas de las novelas y ralentizando y condicionando en alguna medida sus pasos. El persistente rumor del Neva atravesando la noche, que siempre acecha. La miseria desproporcionada en que se encuentran la mayor parte de las familias aquellas, conformadas con seguir respirando. La jactancia de unos popes envilecidos que con inusitada frecuencia se desentienden de la realidad del pueblo. El intensísimo frío congelando el hálito de todos ellos, los que se sumergen en la madeja de calles sin parar mientes en lo pueda acontecer luego. El vodka consumido sin detenimiento, bajo cualquier pretexto. La certeza plena de que todo puede concluir de manera precipitada, sin previo aviso. La cruda realidad de un país que parece por completo empeñado en enfrentarse a sí mismo, y en el que nadie puede sentirse por completo a salvo. Como en verdad le sucede también a España, tantas naciones sometidas finalmente bajo los mismos yugos. Y resulta recurrente en algunos de los más vivos la sensación de que culturalmente no nos encontramos tan alejados, los dos países, sus letras volviéndose repetidamente hacia lo que aquí fue escrito, del mismo modo que nos volvemos nosotros hacia el montante final que conforman sus libros. Y que tanto pesa. Recordemos la reacción de Dostoievski al enfrentarse a las postreras páginas del Quijote, y lo que dejó para la eternidad escrito en los apretados folios de su diario, sobre la enfebrecida tablazón de su abigarrado escritorio: “Hoy terminé la lectura inmensa del Quijote”. Sin más preámbulos ni conclusión alguna, como si nada más pudiera decirse y sobraran por tanto otro tipo de explicaciones. Conformado con reflejar un suceso que por sí mismo resultaba bastante, con enunciarlo. Y dejando en blanco lo demás que aconteciera en una jornada que consideraba por completo plena, sin más sucesos que pudieran equipararse a semejante hazaña.
Y parece de justicia recordar la lectura frenética en que nos adentra el eminente Fiodor al hacernos seguir el caminar presuroso de Raskolnikov por entre el Dédalo de callejas de la ciudad de los Zares, en su obra más celebrada. O la grandilocuencia con que afronta Tolstoi la elaboración de su novela más afamada. La poesía que emana de la lectura plácida de Doctor Zhivago, haciendo de la prosa verso, en realidad atrapado el autor por su propia esencia literaria. Y siento una predilección inevitable por las letras engarzadas con un estilo tan claro en las obras breves de Leonid Andreiev, sus escritos postergados por una mayoría desentendida de todo, como si nada de lo acontecido en el pasado importara lo suficiente. “Y con una claridad pasmosa, apretándose el rostro con sus hinchadas y rollizas manos, se imaginó cómo se levantaba a la mañana siguiente, sin saber nada, cómo después bebía su café, sin saber nada, y se vestía en la antecámara. Y ni él ni el portero que le acercaba su abrigo, ni el criado que le traía el café, sabían que no tenía ningún sentido beber el café, ponerse el abrigo, cuando en tan sólo unos instantes todo: el abrigo, su cuerpo y el café que había dentro de él, quedaría destruido por una explosión, se lo llevaría la muerte”. Y puede reconocerse siempre en su prosa un estilo latente que muy pocos escritores alcanzan, que viene a sumarse a la profundidad de su pensamiento amargo que nunca engaña. Y resulta sorprendente descubrir algo de ese estilo envidiable, aunque sea una brizna, en uno de los más grandes novelistas de nuestro país. Que me deslumbra tanto. Una brizna de su estilo imponderable o cuanto menos un eco lejano. Como si los autores más relevantes prevaleciesen por encima de las demás circunstancias y quedasen siempre. Lo que en realidad sucede.