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Diario YA


 

veganismo es libertad, veganismo es justicia

CON V DE VEGANO

Manuel Parra Celaya. Aún no se han limpiado las calles de la propaganda de las últimas elecciones, y es una lástima porque los carteles, aparte de repetir los eslóganes archiconocidos, se van pudriendo y sus pingajos adquieren un aspecto más siniestro que cuando fueron instalados.
    Además, persisten, o se acrecientan, bastantes papeles engomados en fachadas, buzones y espacios de todo tipo con imágenes de vacas, gallinas y cerdos (con perdón), en los que se insiste al viandante curioso y sorprendido por esa proliferación para que se convierta en vegano, es decir, a no consumir productos de origen animal. Bueno, cada uno es libre de preferir una determinada forma de alimentación, y un servidor de ustedes respeta todas y cada una de las opciones culinarias, en el buen sentido de que exista reciprocidad, es decir, que no se entrometan en las mías, ni siquiera con la menor forma de coacción psicológica.
    En lo tocante a ese aspecto, me ha tocado desayunar un bocadillo de chorizo alguna vez en compañía de un amigo musulmán, y ni él ni yo hemos discutido sobre nuestras preferencias; y, en relación al tema que nos ocupa, he compartido mesa y manteles con una simpática pareja, ella vegana y él aviesamente partidario del entrecot, sin que haya menoscabado nuestra amistad ni, que yo sepa, enfriado la relación entre ambos cónyuges.
    Lo grave de los cartelitos de marras es el mensaje textual que acompaña las imágenes: veganismo es libertad, veganismo es justicia, todos somos iguales (seres humanos e irracionales, claro), etc. No, por favor, ni la libertad ni la justicia tienen que ver con los gustos a la hora de comer, ni mucho menos admito la comparación igualitaria que contiene el mensaje; me retrotraen a aquel Proyecto Gran Simio que se llevó al Congreso hace años, creo que por iniciativa del PSOE, pero fue rechazado y olvidado por sus señorías.
    Deduzco que ahora el veganismo se ha convertido en una moda; y, lo que es peor, producido por un intenso lavado de cerebro, cuyos orígenes deben rastrearse en la Agenda 2030 (sobre todo en los puntos 3 y 12 -si no me equivoco- de los Objetivos de Desarrollo Sostenible del mamotreto). Pasó a la historia, con más pena que gloria, aquel ministro procedente de I.U. que pontificaba rehuir los bistés en obediencia ciega a la Agenda de marras (luego confesó que le gustaba la carne, pero de eso, y de él, ya no se acuerda casi nadie). El propio Papa Francisco llegó a aconsejar que consumiéramos menos carne, y no precisamente por penitencia cuaresmal…
    Entre las utopías, lugares comunes, demagogias e incongruencias de la Agenda, que tiene su origen en el Foro de Davos, y la estúpida mansedumbre de la ONU, de la UE y, como es natural, de nuestro Gobierno, figuran consejos y amonestaciones sobre los hábitos de alimentación de la especie humana; es sabido que existe una especie de contubernio amoroso entre el gran capitalismo financiero y globalista y la Nueva Izquierda, y, de esta forma, no es extraño que en el mundillo de la progresía abunden los conversos al veganismo, así como otras cosas más graves que ahora no comento, ad maiorem gloriam de Jorge Soros y de otros mecenas del proyecto del Gran Reinicio para la humanidad en su conjunto.
    Pero no nos pongamos trascendentes ni estupendos (Valle-Inclán dixit) al buscar los orígenes ideológicos y geopolíticos del invento de la Agenda 2030, esa cuyo emblema llevan en la solapa los ministros izquierdistas y, quizás más calladamente en sus mentes influenciables y huecas, algunos políticos de la derecha opositora. Descendamos de la Categoría -que se las trae, pero debe ser objeto de estudios más profundos, impropios de esta época calurosa y vacacional- y aterricemos en la Anécdota con la que hemos comenzado este artículo.
    Lo verdaderamente libre y justo es que cada cual coma y digiera (a ser posible, bien) aquellos alimentos que mejor le parezcan; el que prefiera una hojas de col a unos tacos de buen jamón salmantino, excelente; el que se pirre por un estofado de verdad (no de tofu ni de carne sintética y artificial), también. No dejemos de pensar, por otra parte, en nuestros sufridos ganaderos, que se las ven y se las desean para mantener sus cabañas, por cierto. Y si a alguno le apetece comer gusanos o insectos, me parecerá de perlas, siempre que no me invite a un aperitivo de esa guisa. Yo prefiero la llamada dieta mediterránea, en la que entra de todo, sin hacer ascos a manjares exóticos, cuya proliferación es lo único que me agrada de un mundo globalizado.
    Por cierto, echo a faltar en la cartelería de propaganda vegana la estampa del humilde caracol (¡con lo que le gustan a un servidor, especialmente a la llauna, al gusto leridano!); ¿será debido este olvido imperdonable a que los caracoles -como dice el viejo chiste- son babosos, se arrastran y llevan cuernos? Si tuviéramos que rechazarlos por esas razones, seguro que nuestros ámbitos de relación serían más reducidos. Así como nuestras opciones de voto.
 

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