El apoliticismo de los mejores
Manuel Parra Celaya. He de reconocer que en otros tiempos sentí el impulso de la abstención y, en ocasiones, la practiqué (o, lo que es lo mismo, el voto sentimental); ello ocurrió cuando lo que se ponía en juego era un más de lo mismo, equivalente a la antigua copla de ni contigo ni sin ti tienen mis penas remedio… En mi actitud de desprecio por el juguete que se me ofrecía imitaba a millones de europeos, desengañados o escépticos, ante un sistema político que ni los representaba realmente ni contribuía a solucionar sus necesidades.
Sin embargo, aquí y ahora, en España, están sobre el tablero cuestiones mucho más importantes –alguna casi decisiva- que me impiden encogerme de hombros ante las reiterativas convocatorias electorales del año; no es que el voto vaya a solucionarlas, pero, en alguna medida, puede contribuir.
En primer lugar, la para mí irrevocable integridad española, que comprende, no solo aspectos económicos y legalistas -como se empeñan en utilizar como argumento quienes están obligados a defenderla en razón de su cargo- sino especialmente morales, históricos y, especialmente, familiares, pues aspiro a legar a mis hijos y nietos (cuando los tenga) una patria unida y con mayores cotas de justicia social; ante el reto de los nacionalismos separatistas y separadores no puedo en modo alguno permanecer indiferente en ningún terreno.
En segundo lugar, porque parecen vislumbrarse en el horizonte perspectivas –por lo menos, deseos- de una regeneración de la sociedad, que es el paso previo e imprescindible para lo que llaman regeneración de la democracia. Insisto: si se tratara del mero juego de partidos, dedicaría los festivos destinados a jornada de votaciones a oxigenarme en la montaña o en el mar, pero, también en este caso, mi pretensión es que todos los hijos y nietos de España puedan respirar un aire fresco, no viciado por las corruptelas y los chanchullos, y seamos todos iguales ante la ley y no de boquilla.
En tercer lugar, porque me aterran los retrocesos en la historia, y me refiero a la eterna discordia civil en que el adversario político se convierte en enemigo de trinchera; me preocupa que otras generaciones deban vivir en la esterilidad de un perpetuo “problema de España”. Por último –qué les voy a decir- lamento que algunas pretendidas alternativas pasen por el remarque más apolillado del Materialismo histórico y dialéctico, ya superado en el mundo de las ideas pero arteramente presente en el de la política; para más inri –y hablo por mi ciudad, en las municipales- con la coreografía de hábitos monjiles… Como ven, todo es cuestión de valores.
Se decía que, en el anterior Régimen, los españoles estábamos despolitizados a conciencia, por interés de la superioridad; debo ser una excepción, y, como yo, muchos de mi edad que, si bien despreciaban la política con minúscula, sentían la necesidad de una verdadera Política, esa que fue una de las promesas incumplidas del nuevo Régimen; me temo que este sí ha despolitizado a los españoles, con señuelos, con tedio, con indignación, con profundas decepciones. A ello han contribuido, por acción y omisión, todos aquellos que se han acordado del ciudadano justamente en períodos electorales y se han desatendido de él –y de la propia España- cuando no sonaba la campana de la pega de carteles.
Pero, cuando se ponen en el tablero aspectos trascendentales que nos afectan como cuerpo social e histórico, no vale el apoliticismo ni el abandonar la cancha. Y deben ser los mejores –los españoles que trabajan, sienten y piensan- los que colaboren a romper un círculo vicioso, planteándose, aunque sea en la ocasión provisional de unas elecciones, que la res pública precisa de todos los concursos, especialmente del suyo.