El totalitarismo democrático: PALABRAS DE OBLIGADO CUMPLIMIENTO
Manuel Parra Celaya. El totalitarismo democrático no solo afecta al ámbito de la política en su estricto sentido, sino que invade, cada vez más, la esfera de lo personal, de la intimidad incluso, y, por supuesto, del lenguaje y del pensamiento; recordemos que este viene condicionado por aquel, y no a la inversa: lo que decimos ha pasado previamente por esa especie de censura social y nuestro cerebro se ve constreñido por el uso de los términos que empleamos y por el rechazo de los que nunca pronunciamos por el influjo de esa censura.
No me voy a referir aquí a la presión que ejercen las GAFAM (acrónimo de Google, Apple, Facebook, Amazon y Microsoft), es decir las grandes empresas tecnológicas así como de Netflix y Disney, para ejercer la dictadura woke, que sería otro tema; de un modo mucho más casero, me referiré a otra cierta conminación, puramente nacional en teoría, que, del mismo modo pero a otra escala, abduce a una inmensa mayoría de españoles. Me centraré en dos ejemplos, sobradamente conocidos, pero que no dejan de tener importancia en ese trasvase lenguaje-pensamiento al que he aludido.
Empezaré por un término que, desgraciadamente, por razón de nacimiento y de domicilio, me afecta de cerca: independentismo, palabra que podemos calificar sin temor a equivocarnos de institucional; la emplean todos los políticos, casi sin excepción notable, como si se tratara de un acuerdo indiscutible y previo (y, a la peor, lo es) para identificar a aquellas personas, grupos y partidos que no aceptan ser españoles y pretenden romper la integridad nacional; como es lógico, por el mecanismo psicosociológico mencionado antes, ha pasado a ser común en las tertulias y en la calle.
No escucharemos nunca, ni a diestra ni a siniestra, mencionar los vocablos separatistas o secesionistas; y, sin embargo, nos parecen los más adecuados para definir esta postura. La razón es evidente: independentismo tiene una connotación positiva, casi heroica en el lenguaje común, capaz de suscitar simpatías, pues, al decir de la RAE, “en un país que no tiene independencia política, movimiento que la propugna o reclama”, mientras que secesión -según también la Madre Academia- es “el acto de separar de una nación parte de su pueblo y territorio” y separatismo, por su parte, viene definido como “la doctrina política que propugna la separación de algún territorio para alcanzar la independencia o anexionarse a otro país”; como se puede ver, estos dos últimos términos nunca estarán en los labios de personajes del PP o del PSOE, ya que tienen, evidentemente, una connotación negativa, rechazable para muchos españoles; y no se trata de dorar la píldora, ahora, a los enjuagues de Pedro Sánchez, sino que el uso o no uso de estas palabras, respectivamente, data desde los lejanos tiempos de la Transición, para que veamos adónde se pretendía ir…
Como anécdota, recuerdo que cada 11 de septiembre, la Diada de Cataluña, donde se confundía (y se sigue confundiendo) la Guerra de Sucesión con una guerra de secesión. TV3 insertaba en su programación la película “El Álamo”; y no porque le interesara especialmente el asedio de la Misión de San Antonio de Béjar por los ejércitos del general Santana, sino por unos minutos de gloria en que David Croket (John Wayne) glosaba entusiásticamente la palabra independencia ante la mirada entusiasmada del coronel Travis (Laurence Harvey). Por supuesto, no se trataba de una casualidad.
Un segundo término, devenido en institucional, es, como todos sabemos, el claramente mostrenco de Latinoamérica o América Latina, que prolifera entre propios y extraños, por ejemplo en las numerosas tiendas de comida latina (¿) que instalan nuestros inmigrantes. Proviene de una pillería del diplomático francés Michel Chevalier para justificar la invasión de México por las tropas de Napoleón III para situar en el trono de esa nación al desdichado Maximiliano de Austria.
Al llegar a este punto, es obligado repetir -con otro sentido, claro- la frase del Quijote de “con la Iglesia hemos dado”, pues no solo la emplean todos los políticos españoles, sino que no se cae de la boca o de la pluma de sermones, homilías o documentos eclesiásticos, y eso mucho antes de que Bergoglio ocupara la Silla de Pedro; concretamente, ya se usó desde los años 60, al instaurarse el colegio Pío Latinoamericano de Roma.
También, cómo no, forma parte del léxico preferente del mundo yanqui, y del marxista; esto es así hasta tal punto que hemos quedado en minoría quienes preferimos el uso correcto e indistinto de Hispanoamérica o Iberoamérica, que viene a ser lo mismo, al menos para quienes hemos leído a Camoens. Por mi parte, ya he desistido de razonar con esa mayoría aplastante que se empecina en usar el término equivocado, y me limito a preguntar, con sorna, qué legión romana descubrió, conquistó y colonizó aquellas tierras, antes de que nacieran los EE.UU: y el Vaticano se enterara de que existía un Nuevo Continente donde los misioneros españoles ejercían su labor de evangelización.
Basten, por hoy, estos dos ejemplos tan sabidos de palabras de obligado cumplimiento; fijémonos que ambas tienen como objetivo para batir a España y a lo español, su historia y su futuro.
Otro día quizás me centre en las palabras vitandas, aquellas cuyo uso debe rehuirse también por la censura; y solo cito, de pasada y como ejemplo, el sofoco que la ha producido al Sr. Borja Sémper, portavoz del PP, la tremenda acusación de falangistas que el Sr. Monedero ha lanzado contra el partido, y que ha merecido, por cierto, una ácida y maleducada respuesta del dirigente popular, como es corriente en el uso parlamentario de nuestros días.