Espirales y círculos cerrados: "España ya no es una”, vociferaba un líder del PNV
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Manuel Parra Celaya. La alegría y la paz interior de este domingo de Resurrección han estado a punto de verse alteradas por la costumbre de ver y oír las noticias por televisión, eso que nuestros mayores llamaban el parte, por reminiscencias de una ocasión bélica que ojalá no vuelva a repetirse. En este caso concreto, se ha tratado de la celebración del Aberri Eguna, apoteosis de la mitología del nacionalismo vasco; un líder del PNV, cuyo nombre lamento mucho no haber recordado, vociferaba que “España ya no es una”, lo cual es evidente para cualquier observador imparcial, para añadir que “ni es una ni es grande ni es libre”, lo que es constatable de forma meridiana para ese observador de marras, siempre y cuando no sostenga en sus manos un botafumeiro del Sistema.
A renglón seguido, en el mismo telediario, las plácidas y sonrientes imágenes de la familia real en Mallorca -con banda sonora de estentóreos vivas al Rey- ponían el contrapunto a la imagen de esta nación, digno del más logrado esperpento de don Ramón María del Valle-Inclán.
¿Qué es antes, el huevo o la gallina? ¿Qué es antes, un Sistema o la existencia de la Nación en que se sustenta aquel? Formúlese cada uno sus preferencias, porque un servidor lo tiene bastante claro.
Loa sistemas socio-económicos y los regímenes políticos son meros accidentes temporales, establecidos -en teoría- para lograr el bien común de una comunidad, que, hoy por hoy, adopta la forma de Estado nacional; esta figura jurídico-política tiene dos importantes tareas que cumplir: de cara hacia fuera, ser consecuente con la misión histórica acorde con la esencia nacional; de cara hacia dentro, garantizar la eutopía, esto es, un buen lugar para que vivan dignamente, en unos adecuados parámetros de justicia y de libertad, esta generación y las que le sucedan.
Pero, por otra parte, todos somos conscientes de que la figura del Estado-Nación se ha hecho insuficiente, se ha quedado estrecha para cumplir ambas tareas en el mundo de hoy; por ello, la apuesta progresiva es la creación de unidades supranacionales que puedan realizarlas a sabor; en nuestro caso, la apuesta se llama Europa. Mi patria es, hoy, España; posiblemente, mis nietos vivirán, también, un patriotismo europeo, según esa dinámica imparable. La representación gráfica de esta teoría histórica sería una espiral, siempre abierta a cada momento y circunstancia. Por el contrario, si representamos gráficamente el nacionalismo -cualquier nacionalismo- la figura geométrica resultante es la de círculos cerrados, acaso concéntricos, pero inevitablemente cerrados en mentalidad, aspiraciones y resultados, aunque estén presididos por esas mitologías que encandilan hoy a muchos españoles malgré lui.
Europa no puede construirse a partir de cerrazones, de egoísmos nacionalistas, de mitologías; sabiamente, alguien definió el nacionalismo como “el individualismo de los pueblos”, porque su esencia -como hijo del falaz romanticismo- es precisamente ese resaltar de la individualidad, del círculo cerrado en sí mismo.
Si las Naciones-Estado se constituyeron, en el pasado, por superación de aquellos estrechos reinos medievales -fuera por impulso de generosidad o por exigencia impuesta-, la futura Patria Europea deberá construirse, igualmente, por superación -esperemos que por convencimiento y con generosidad- de los actuales Estados nacionales que la compondrán. Las posiciones regresivas, reaccionarias en el fondo y en la forma, no son más que marchas hacia atrás, frenos temporales, con toda la mitología que se quiera, en la evolución histórica.
Uno aspira a que, el día de mañana, esos nitos hipotéticos vivan en una Europa que sea una, grande y libre, lo cual me parece un buen lema para ese futurible de la historia, a pesar del vociferante orador del telediario de hoy.