Lágrimas de cocodrilo
Manuel Parra Celaya. No he querido poner la mano en la pluma llevado por el impacto de la noticia y por la avalancha de interpretaciones, comentarios e informes oficiales. Me refiero al asesinato del profesor interino del Instituto Joan Fuster de Barcelona y a las agresiones y heridas que sufrieron otras personas por parte de un alumno que llegaba tarde a clase…
De entrada, ¿no les parece extraño que casi nadie haya pronunciado la palabra más fuerte del párrafo anterior: asesinato? Porque, si se dieron premeditación y alevosía –dicen los expertos en leyes- no se trató de un homicidio o de grave incidente, o de cualquier otro término que se le ocurra al buenismo imperante en el ámbito educativo.
Por otra parte, han menudeado (como debe ser) las presuntas explicaciones psicológicas del caso, y hoy en día todos los tertulianos habituales parecen expertos en este campo; creo que la versión oficial sigue siendo de brote psicótico, lo que me desconcierta, quizás porque yo no soy experto en Psicología Clínica como los susodichos, pero, lingüísticamente, el significado de brote es evidente: Acción de brotar o aparecer por primera vez algo no previsto y considerado nocivo, lo que parece contradecirse con los indicios de premeditación indicados (plano del Instituto, armas en la mochila del alumno…).
El tratamiento de la noticia se centró, casi inmediatamente, en la atención también psicológica de alumnos, profesores y padres, a la natural condolencia por el fallecido y a resaltar que “el alumno podría continuar sus estudios de la E.S.O. en un centro especial”, lo que equivale a asegurar que, en dos o tres años, podría cursar Formación Profesional y, según la tónica de mencionado buenismo de la policía educativa, “integrado” en un centro normal. Al llegar a este punto, permítanme que descienda al terreno de lo personal y les hable de mi esposa, profesora de Secundaria en Ciclos Formativos, pero con numerosas relaciones y servicios en los dominios de la E.S.O. del mismo centro; me comentaba, hace escasos días, que, al llamar la atención a un alumno, este empezó a darse cabezazos contra la pared y a lanzarle miradas agresivas; me cuenta también, casi a diario, anécdotas de alumnos que, a primera hora de la mañana, asisten a clase con los ojos enrojecidos y aliento a marihuana, así como otras lindezas de su profesión de riesgo de las que hago gracia al lector para no alargarme.
Ha quedado grabado en mi memoria un comentario de un compañero –Psicólogo Orientador por más señas- cuyo alcance no es posible que desconozcan las autoridades educativas que ahora derraman sus lágrimas de cocodrilo: “Están llegando generaciones de niños y adolescentes enfermas”. En mis últimos años de servicio y profesión, puedo dar fe de ello, pero aquí el destalle de casos sería también prolijo y empalmaría sin remedio con las confidencias matrimoniales.
Lo ocurrido en el Joan Fuster no es un hecho aislado ni un accidente imprevisto; responde a la trayectoria de hace bastantes años; he leído que “Educación crea un grupo para detectar la violencia en las aulas”, lo que me recuerda el dicho que se atribuye a Napoleón sobre la eficacia de las comisiones… Posiblemente, insistirán en la manida “mediación”, en lugar de atribuir –en serio y no como promesa electoral- autoridad a los profesores y recuperación y reconocimiento de valores, que no pueden limitarse a los habituales tópicos de “tolerancia”, “respeto”, “empatía” y “escuelas democráticas”; todo ello acompañado de una serie de tareas no menos imprescindibles: prevención (¡aquel “sistema preventivo” que inventó Dom Bosco hace un par de siglos!), detección, tratamiento, orientación…, y una profunda relación escuela-familia, sin acomplejamientos por parte de aquella ni preponderancia ( con amenazas y agresiones incluso) por parte de esta.
El problema es grave y acuciante y no se resuelve con lágrimas de cocodrilo. Tampoco lo resolverá la próxima y sucesiva “reforma”, para la que ni siquiera quedan siglas originales que la identifiquen, que solo servirá para burocratizar más la labor de los profesores, martirizados por quienes no han visto a un niño de cerca en su vida ni se han enfrentado a uno de esos productos de las “generaciones enfermas” que, según mi amigo, el Psicólogo y la observación diaria, cada día proliferan más.
Tampoco olvidemos, finalmente, que, como dijo con certeza Javier Urra, también existe la maldad, al margen de la estricta psicología escolar.