La Gran Coalición – Frente Popular, para unos; Santa y Laicista Alianza, para otros
Manuel Parra Celaya. A lo peor, me estoy dejando deslizar por la lábil rampa del pesimismo si sostengo que la política español está encaminada hacia muy peligrosas singladuras sin encontrar apenas resistencias ni faros que señalen la proximidad de escollos, esto es, de oposición a esta deriva. No digamos si me sumo a las opiniones, cada día más generalizadas desde la Cataluña española, de que estamos ante un facilis descensus Averni virgiliano, lo que roza el derrotismo.
La Gran Coalición – Frente Popular, para unos; Santa y Laicista Alianza, para otros- que ganó la moción de censura va marcando su territorio, que es el de toda España, y lleva su paso inexorable, casi prusiano; aunque desconfío de las tesis que le asignan improvisaciones constantes, Pedro Sánchez va pagando con creces sus deudas a todos. Unos reciben sus prometidas recompensas con una mezcla de júbilo infantiloide y autocomplacencia, como Podemos; otros, con displicencia y soberbia, como los separatistas catalanes; por fin, otros, sin alboroto y seguros de sí mismos, como los no menos separatistas del PNV.
Pero hablemos hoy de esa oposición que motejo de casi inexistente, que es la debería pugnar por ocupar con sus aciertos las cabeceras de la prensa escrita -en TVE ya es imposible-y que aún no parece haberse recuperado del batacazo parlamentario.
En primer lugar, Ciudadanos, que fue objeto de los dardos envenenados del último y ciego Rajoy y hoy es ninguneado por los flamantes vencedores; este partido parecía llamado ad maiora y, sin embargo, fue el verdadero derrotado en aquella jornada de la votación de sus señorías, toda vez que el partido del Gobierno estaba ya en agonía y era casi un difunto político; los sucesivos votos a favor de la moción eran, en realidad, lanzadas a moro muerto…
No es que Rivera y Arrimadas hayan cesado en su noble empeño constitucionalista y unitario en la política catalana, eso no, pero sí han sido despeñados de su pretendido papel de partido regeneracionista de la política general española. A riesgo de exagerar en lo terminológico, diríamos que la pretendida regeneración democrática de Cs ha sido arrastrada por el torrente revolucionario de los enanos encaramados sobre sí mismo para transformarse en gigante.
En segundo lugar, el agónico PP, que parece empeñado en aplicarse la eutanasia antes de que la legalicen el PSOE y sus socios: la convocatoria de sus primarias para elegir un presidente que releve al Registrador de la Propiedad ha convertido al partido en un remarque de la popular canción catalana La taverna d´en Mallol, donde las puñaladas se están distribuyendo objetiva y subjetivamente entre todos los contendientes, que viajan por toda la geografía nacional a la caza de votos que superen el récor de los otros candidatos. Nos parece que, gane quien gane, tras este tráfago viajero y camorrista, pocas fuerzas van a quedar al partido para ejercer una oposición responsable a los desaguisados que se anuncian; se comprueba una vez más aquella cita histórica de que la democracia es el más reinoso sistema de derroche de energías.
Yo no sé los votantes habituales del PP y, sobre todo, sus nuevas generaciones, pero un servidor y muchos ciudadanos, también discrepantes con esa Santa y Laicista Alianza, estamos experimentando un tedio absoluto ante las noticias que nos llegan de esas pugnas tan domésticas como agresivas; por mi parte, obvio ya las páginas de los periódicos o las noticias del telediario que se refieren al tema, casi con la misma indiferencia con que paso de las noticias referentes al fútbol.
Parco consuelo nos ofrecen hoy las palabras del poeta: No hay mal que cien años dure ni gobierno que perdure, porque el actual ya ha renunciado a su interinidad y establece sus medidas prioritarias encaminadas, no a su supervivencia, sino a lograr que a España no la reconozca ni la madre que la parió, según añejas palabras de un Alfonso Guerra, ahora también opositor de su propio partido, invalidado y arrinconado como un mueble inservible; y también que España no se reconozca a sí misma, ni en su historia, ni en su presente ni en el futuro. Para empezar, se está provocando que la fractura que ya divide a la sociedad catalana se amplíe a toda la sociedad española. La reunión de el lunes entre Torra y el presidente del gobierno de los bestias (así llamó aquel a todos los españoles) no creo que sirva para nada más que para añadir agravios a los separatistas o para darles más alas.
Ahí radica la gravedad del momento: en la falta de reconocimiento de la propia esencialidad de España, que va mucho más allá, incluso, de la demagogia sobre los sepulcros del Valle de los Caídos, sobre el expolio de la caja única de la Seguridad Social y el futuro de las pensiones, sobre la aquiescencia en la invasión de Europa desde las costas mediterráneas o sobre la presunta estructuración neoconstitucional del Estado…
Confiemos, eso sí en la capacidad de resiliencia de los españoles, tantas veces puesta de manifiesto en el pasado. Y en la nuestra propia, como simples y atónitos espectadores -por el momento- de la deriva de España.