La represión de posguerra
Pio Moa. Dadas las evidencias, izquierdas y separatistas deben admitir que, por las extremas circunstancias de una guerra, el terror fue practicado en los dos bandos. Entonces cargan las tintas sobre la represión posterior: afirman que “no vino la paz, sino la victoria”, hablan de hasta más de 200.000 personas supuestamente fusiladas por el delito de ser, también supuestamente, republicanas, y muchas más sometidas a trabajos forzados en campos asimilables a los nazis (no al GULAG, por razones obvias).
En realidad, ya R. Salas Larrazábal redujo a la décima parte los supuestos 200.000 ejecutados. A partir de ciertos informes, Salas estimó en 50.000 las condenas a muerte, casi la mitad conmutadas por cadena perpetua. Una “perpetua” que pocas veces pasó de los seis años, por indultos y redención de penas por el trabajo. Pero el archivo de las penas de muerte remitidas obligatoriamente al gobierno, y que ahora empieza a investigarse, da otras cifras: unas 22.000 condenas, casi la mitad conmutadas.
La desaforada exageración cuantitativa se extiende, de nuevo, al terreno cualitativo. Ante todo, la represión de posguerra fue judicial casi totalmente, a diferencia de la practicada en la posguerra de Francia, Italia, no digamos Alemania o países del este, donde se realizó por asesinato puro y simple. La LMH declara nulos aquellos juicios, alegando falta de garantías. Pero siendo menos garantistas que los juicios actuales, lo son mucho más que los tribunales “populares” del bando rojo, de arbitrariedad máxima y con los que, sin decirlo, se identifican los autores de la LMH, según es fácil observar.
Al anular –fraudulentamente-- aquellos juicios, la LMH pretende ocultar que ellos afectaron ante todo a autores de asesinatos, violaciones, torturas y expolios. Y que si los nacionales capturaron a muchos miles de tales delincuentes se debió a que los jefes de estos los abandonaron sin previsión alguna: solo se ocuparon de huir con ingentes riquezas saqueadas al patrimonio histórico y artístico y a particulares, peleándose por ellas en el exilio, como ellos mismos explicaron y he recordado en Los mitos de la Guerra Civil. Presentar a los sicarios abandonados como honrados defensores de la democracia y la libertad vuelve a resaltar la monstruosidad moral de esa ley.
Os obvio, también, que dadas las pasiones de una guerra recién terminada, cayeran inocentes además de culpables. He expuesto los casos de Peiró y de García Atadell como ejemplos de uno y otro caso. Pero la LMH lleva al extremo más grotesco su falsedad cuando equipara como “víctimas” a criminales e inocentes, rebajando a estos al nivel de aquellos y exaltando así a los primeros. Difícilmente podría haberse hecho una ley más descaradamente inmoral e injusta.
También se ha esgrimido mucho el argumento de las condenas por rebelión militar, cuando los rebeldes habían sido los nacionales. Cierto, pero no se habían rebelado contra un régimen legítimo, legal y democrático, sino contra quienes habían devastado la legalidad de la república, como ya quedó dicho.
La cuestión de los trabajos forzados queda bien reflejada en la masiva campaña mediática sobre el Valle de los Caídos, en la que colaboró la derecha. Según ella, el monumento lo habían construido 20.000 presos “republicanos” en condiciones de esclavitud y con innumerables muertos por enfermedad o accidente. Una vez más chocamos con la técnica de la funesta campaña sobre la represión de Asturias en 1934, con el “Himalaya de falsedades”, o “esa constante mentira” que tanto irritaba a G. Marañón. Los hechos básicos, hoy bien documentados, son: A) Los obreros en el Valle nunca pasaron de 1.278 como máximo, en su gran mayoría libres. B) De ellos, los condenados por delitos en la guerra no pasaron de la décima parte. C) No trabajaron forzados, sino voluntarios, con salario y redención de penas por el trabajo (hasta cinco días de condena por cada uno trabajado) D) Ninguno trabajó allí más de cinco años. En 1950 no quedaba ningún preso, pero varios de ellos siguieron trabajando allí como libres. E) Los muertos en los quince años de obras fueron 14, número pequeño en una obra de esa magnitud.
Las represiones han sido habituales en todas las posguerras del siglo XX, , con especial saña las de la II Guerra Mundial. La que el bando rojo habría practicado de haber vencido, puede imaginarse fácilmente por lo que han hecho otros regímenes similares y por el terror entre sus mismos partidos durante la contienda. Que, setenta años después, unos políticos y partidos se identifiquen con el Frente Popular y traten de imponer una ley basada en un cenagal de falsedades, revela cierta enfermedad moral que afecta a nuestra clase política. Y que importa superar, porque lo contamina todo.