Mi inclinación europeísta no me impide sentirme miembro de la ecúmene hispanoamericana
Manuel Parra Celaya. He regresado hace escasos días de una corta estancia en Italia, con ocasión de la Adunata o reunión anual de los Alpini; allí me he encontrado, una vez más, como en mi propia tierra española, como en casa, salvando las pequeñas dificultades del idioma, y en cada ocasión en que he asistido a ese acto me sucede lo mismo. También me sentí como en casa (con más dificultades de comunicación, claro) en otras estancias en Viena, Praga o Polonia. En punto a mi origen y universalidad, comparto plenamente el aforismo de Eugenio d´Ors “Yo soy un ciudadano romano”, y, llevándolo a la actualidad, “yo soy un ciudadano europeo”.
No obstante, afirmar esto en estos días en que todos aguantamos la respiración por la guerra en Ucrania puede prestarse a equívocos, que trataré de aclarar en estas líneas de hoy. Soy deudor de la cultura occidental, esa que, guste o no guste, ha creado el mundo contemporáneo; mi inclinación europeísta no me impide, por supuesto, sentirme miembro de la ecúmene hispanoamericana, producto del Mestizaje y de la Evangelización que trabajaron mis antepasados españole; aspiro a que, algún día, quizás lejano, la ecúmene europea decida reunirse de nuevo, como herencia de aquella Cristiandad de antaño, la que fue objeto de una derrota -no de una decadencia- por la acometida de los nacionalismos, la fractura religiosa producto de ellos (y menos por cuestiones teológicas), y, más tarde, por las revoluciones liberales y sus herederos naturales, antaño comunistas y actualmente llamados progresistas.
Ahora bien, estas definiciones propias en cuanto a las ecúmenes no quieren decir en modo alguno que asuma las ideologías oficiales del Pensamiento Único, que son las que se han venido imponiendo, casi manu militari, en toda Europa y sus instituciones, y en Hispanoamérica, bajo este Sistema que ha sido tildado comúnmente de totalitarismo democrático.
Abreviando: como español, europeo e hispano, no estoy con el consenso que tratan de obligarnos a asumir, sino más bien con el disenso. Y no acepto que identifiquen de antemano mis ámbitos de pertenencia y vocación con esas ideologías.
Me dicen que Occidente es equivalente a libertad y democracia; santo y bueno: la libertad es uno de los valores eternos del ser humano, que no le viene por concesión política alguna, sino emanado de su propia naturaleza, como criatura de Dios; en cuanto a la democracia, aspiro a una que lo sea de contenido y no meramente formal, como la que disfrutamos bajo las directrices individualistas del neoliberalismo, y que suele enmascarar regímenes y situaciones nada democráticos, Por ello, no creo en las cruzadas que predican los pontífices del Pensamiento Único, con ocasión de guerras, o en la paz, y a la que nos invitan unánimemente todos los medios de difusión y propaganda occidentales.
Esta unanimidad -como todas- es sospechosa. Y se da la circunstancia de que España está sometida a ella, al igual que Francia, Alemania, Chequia o Luxemburgo; los Estados actuales han obedecido fielmente la directriz globalizadora, asumiendo en sus leyes y estructuras las Ideologías Oficiales del Pensamiento Único en todas sus manifestaciones, sin rechistar. Los que disentimos de ellas somos clasificados como raros, casi reos de ostracismo, cuando no de cosas peores.
El Estado español y su Régimen vigente se ha puesto en primer tiempo de saludo ante estas constantes ideológicas, y me permito -precisamente en nombre de mi libertad- situarme en postura de disenso. Idéntica discrepancia siento ante estos ucases nacionales como ante los de la Unión Europea o los de los países hispanoamericanos que están en la misma onda, sin que ello quiera decir que renuncie en absoluto a afirmar la unidad de España, y a desear la unidad de Europa y la de la Hispanidad.
Se trata, en consecuencia, de una profunda discrepancia que alcanza los ámbitos de lo antropológico y lo ético, más metapolítica que estrictamente política, y de ninguna manera histórica, cultural o de futuribles.
En esos días de viaje, cuando he sentido el fervor patriótico de los italianos hacia su himno y su bandera, he vuelto a sentir sana envidia. Como la sentí, por ejemplo, cuando en Praga o en Viena asistía a la Eucaristía en lenguas distintas a la mía y comprobaba, no solo la devoción de los fieles, sino el respeto de quienes no compartían las mismas creencias.
Los futuribles que aliento se basan en los grandes valores que nos vienen dados por la herencia cultural; esos valores son los que pueden dar lugar a los grandes proyectos nacionales y supranacionales en formulación de unidades de destino, y que, cuando se den, colaborarán, quién lo duda, en una tarea de restauración de la armonía de la Creación.