Mirar a otra parte
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Manuel Parra Celaya. ¿No experimentan ustedes una sensación incómoda cada vez que, al efectuar una compra con nuestra tarjeta de crédito, el vendedor nos pide teclear el número secreto y mira a otra parte cuando lo estamos haciendo? Es una muestra obligada de discreción, pero tiene un no sé qué de altivez, de artificiosa benevolencia y de desprecio…
Parecida incomodidad sentimos todos, seguro, cuando en un ascensor miramos a otra parte (a los botones indicadores, a la marca del instalador, al consabido “prohibido fumar”…) para no intercambiar unas frases corteses con otros usuarios; o cuando miramos a otra parte –o, sencillamente, no vemos- al pedigüeño de la esquina o del metro, dando por supuesto que es tan falso como un mendigo galdosiano o un político corrupto y no un semejante que está pasando apuros reales.
De hecho, una gran parte de la sociedad española suele mirar hacia otra parte ante los grandes temas, esos que no suscitan la atención enfervorizada de un partido de fútbol de la máxima rivalidad. Miramos a otra parte, en general, ante las evidencias de degradación social y de vacío de valores; ante los avances del laicismo totalitario; ante la injusticia social y el abuso de esa “economía fingida” del mundo financiero; ante los riesgos de la ruptura de España; ante la deformación del pasado y la falta de proyectos para el futuro… Eso que he llamado “grandes temas”, para diferenciarlos de los menudos, cotidianos y particulares.
Sí, “particulares”, porque los españoles estamos aquejados –hoy más que nunca- de una enfermedad social que Ortega denominó particularismo, y que se pone de manifiesto en nuestra manera de mirar hacia otra parte en política, en economía, en moral, en religión… Este particularismo no es más que la forma social del individualismo extremo y del egoísmo, y cuyas manifestaciones las tenemos a diario ante nosotros: el interés de partido por encima del bien común, la exaltación del localismo en detrimento del conjunto, la cerrazón de clase social derivada en casta… “Náufragos del personalismo”, nos definió nuestro filósofo, y nos aconsejó –sin excesiva ambición en este caso- “asirnos a cualquier cosa que nos haga flotar”.
Pero, mucho ojo con las pretendidas tablas de salvación. Unas provienen de naufragios anteriores y, aunque presentan una superficie bruñida y aparentemente sólida, tienen el interior carcomido por los tópicos, si no por los sectarismos seculares; otras provienen del propio naufragio, y sus garantías de reflotarnos son meramente aparentes; otras tienen el inconveniente de ir siempre a la deriva, sin arribar a playa alguna.
Urge avistar una nueva y sólida embarcación, que nos recoja del naufragio del particularismo que nos hace mirar a otra parte y nos lleve a puerto seguro, porque siempre se deje guiar por las estrellas y su tripulación entienda que la distancia más corta es la que pasa por ellas.
Cada día, por ello, en lugar de imitar a otros en mirar a otra parte, tengo la mirada puesta, esencialmente, en esas estrellas, en lo alto, y, luego, en los astilleros, donde a lo mejor se construyen embarcaciones de rescate que llevan grabadas en la proa las marcas de solidaridad, de justicia, de españolidad, de humanidad y de limpieza moral.