Nuestro defecto nacional más destacado no es la envidia, como han sostenido sesudos varones, sino la dejadez
MANUEL PARRA CELAYA. He llegado a la conclusión de que nuestro defecto nacional más destacado no es la envidia, como han sostenido sesudos varones, sino la dejadez. Dejadez aplicada, especialmente, a nuestro patrimonio nacional; me consta que no soy original en esta idea, pero abundo en ella con toda rotundidad.
De este modo, los aviesos propósitos de la Memoria Democrática de Pedro Sánchez, que se refieren obsesiva y morbosamente al período histórico del franquismo, ese que debe ser silenciado, manipulado o tergiversado, encuentran fácil acomodo es una sociedad que se desinteresa de todo aquello que considera vetusto, carente de rabiosa actualidad e “inútil” para obtener réditos de él.
¿No te has sobrecogido nunca, amigo lector, cuando te has encontrado con un edificio en ruinas que antaño debió ser palacio o iglesia, convento o fortín, en todo caso, escenario de nuestra historia? No ocurre así, claro, cuando el lugar en cuestión está enclavado en rutas de fácil turismo y, por tanto, susceptible de “utilidad” económica; entonces, se suele haber procedido a una restauración, más o menos afortunada. Sin embargo, existen muchísimos lugares de la llamada España vaciada que contienen impresionantes tesoros artísticos o claras evocaciones de efemérides; en estos casos, a los estragos del tiempo y a la acumulación de polvo se ha unido la desidia de las Administraciones y el desprecio de los propios vecinos.
Experimenté una sensación mezcla de admiración y tristeza hace bastantes años, cuando contemplé las ruinas del Fuere de la Concepción, en la salmantina Aldea de Obispo; allí pacía el ganado y se acumulaba la suciedad bajo una impresionante portada de Churriguera; un rústico cartel anunciaba “Se vende”; a pocos kilómetros, la localidad portuguesa de Almeida lucía otro fuerte, antaño enemigo del nuestro, limpio, cuidado y abierto a numerosos visitantes. Me consta que una loable iniciativa privada ha rescatado el fuerte español, transformándolo en hotel, pero, desgraciadamente, con acceso restringido a no residentes.
Idéntica impresión he tenido en estos días pasados, cuando he conocido la localidad burgalesa de Valpuesta, limítrofe con el País Vasco. Una impresionante Iglesia Colegiata, aún abierta al culto semanalmente, que contenía un maravilloso retablo mayor, con friso de artesanía tallado en madera, un claustro abierto magnífico y otras capillas y dependencias que se caían a trozos, en espera, quizás inútil, de la presencia de eruditos y, sobre todo, de generosas subvenciones para su restauración. Allí se encontraron los Cartularios, actas de carácter notarial que contienen las primeras palabras en romance castellano, en amigable y reñida competencia con las Glosas Silenses y Emilianenses. Junto a la antigua Colegiata, la Casa Palacio de Zaldívar y la Torre de Velasco (cerrada y vacía), en medio de un paisaje agreste y maravilloso.
Un vecino de la localidad -simpático bilbaíno por más señas- abre la Iglesia a los escasos visitantes que se aproximan a Valpuesta, pondera su riqueza oculta, sopla el polvo que recubre imágenes y se lamenta, algo estoico, de la escasa ayuda de administraciones y autoridades, civiles y religiosas. Nos dice que, “al parecer no hay dinero”.
Uno piensa en las abultadas cifras de los presupuestos que se destinan a emolumentos de políticos, asesores, consejeros, “representantes del pueblo”, a subvenciones a entidades correligionarias, a proyectos y viajes propagandísticos. Curiosamente y para más inri, junto a los muros de la Iglesia Colegiata de Valpuesta, campea un gigantesco cartel que propaga la Agenda 2030…
Posiblemente, la mayoría de estudiantes de hoy no tienen la menor noticia de este lugar y de sus ruinas venerables, ni de las maravillas que encubre el polvo, ni de un tal Alfonso II el Casto, que envió aquí al Obispo Juan y firmó el Acta Fundacional de Valpuesta; ni incluso de que existió una Guerra de la Independencia, que ocasionó la destrucción de gran parte del archivo valpostano; ni de que las laicistas desamortizaciones siguientes se encargaron de eliminar lo que quedaba, salvo una pequeña parte que se ha recogido en el Archivo Nacional de Madrid.
Todo eso es historia, tradición y legado, es decir, algo perfectamente “inútil” para las mentalidades predominantes. Solo los que entendemos que una colectividad histórica, en nuestro caso llamada España, es tarea transgeneracional, y que pasado, presente y futuro forman parte de un proceso que no debe interrumpirse, sentimos en lo más profundo la pesadumbre -unida a la admiración por lo que contemplamos- por el desinterés de gobernantes y gobernados ante nuestro patrimonio común.