OTRA VEZ LOS TRESCIENTOS…
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Manuel Parra Celaya. Ya saben que no me refiero a los espartanos de Leónidas que sucumbieron heroicamente en el paso de las Termópilas frente a los huestes persas; tampoco, al poema de Tennyson (Por el valle de la muerte, cabalgaban…), que ahora mismo no recuerdo si eran ese número o más el de los lanceros británicos que cargaron contra los cañones rusos en la guerra de Crimea. Mi referencia es mucho menos épica, bueno, absolutamente nada épica…
Porque trato de los trescientos sacerdotes y diáconos de Cataluña que, el año pasado, apoyaron en un manifiesto las tesis del procés separatista y que ahora han vuelto a la carga (es un decir) para chupar páginas de los medios con una carta a los obispos españoles, en la que aconsejan a sus eminencias que no repitan el error del 36.
Me asalta la duda de si este error al que se refieren fue el de dejarse torturar y asesinar y convertirse de este modo en mártires de la Iglesia española; en este caso, la mención a los hermanos y jerarquías haría alusión a los trece obispos que fueron víctimas de los compañeros de viaje de los partidos separatistas en la guerra civil, Sí, fueron trece, y su enumeración no es difícil de encontrar en los archivos y libros editados, por mucho que moleste su recuerdo e determinados ámbitos clericales de hoy: el primero, concretamente el 27 de julio de 1936, fue el obispo de Sigüenza, al que siguieron el de Lérida, el de Cuenca, el de Barbastro, el de Segorbe, el de Jaén, el auxiliar de Tarragona, el de Ciudad Real, el de Guadix, el de Almería, el de Barcelona, el de Teruel y el obispo en funciones de Orihuela. Omito, porque no es del caso, la legión de sacerdotes, frailes, monjas y laicos cuyo error fue también el de perseverar en la Fe y perdonar a sus asesinos.
Habitualmente no suelo escribir sobre la guerra civil; en primer lugar, porque prefiero dejar esa tarea a los historiadores, pero, en segundo lugar, porque para mí y para la mayoría de españoles es un hecho tan lejano en el tiempo que me parece canallesco que se empeñen en constituirlo en motor del presente, digan lo que digan las leyes de la memoria histórica.
Me limito a guardar, con la oración y con la lealtad de mi conducta, un piadoso recuerdo para todos -absolutamente todos- los que fueron capaces de jugarse la vida por sus ideales; enlazando con el presente, mi piedad alcanza a rogar que sea la suya la última sangre española que se vierta en discordias civiles, y no está nada mal recordarlo en estas fechas.
Pero, en esta ocasión, he roto mi costumbre a causa, no de pruritos de historiador, sino obligado por la cretinez de los trescientos de marras. Lo siento.
Sé que la Biblia es pródiga en números simbólicos (el 3, el 7, el 40…), pero confieso que no tenía noticia de que el trescientos estuviera entre ellos; a lo mejor, es la cantidad de sacerdotes y diáconos que quedan en Cataluña después de que se hayan vaciado los seminarios, al quedar reducidos a aulas de prédicas separatistas, por acción u omisión de los obispos autóctonos, algunos de los cuales también son fervientes apóstoles y pastores de la pseudorreligión del nacionalismo.
En todo caso, estos trescientos siguen empeñados en sus cartas y manifiestos por no tener a la vista otras actividades más edificantes. A lo mejor, son descendientes (dicho sea sin la menor intención) de aquellos que, aún ensotanados, se manifestaron por la Vía Layetana de Barcelona en el lejano 1966 o de aquellos otros que, al decir de Juan Carlos Girauta, estaban más o menos trastornados y enloquecieron a un tal Jordi Pujol para que se convirtiera en mesías o precursor de la locura colectiva de nuestros días.
Nada nuevo, pues, bajo el sol y la lluvia de esta discutida Piel de Toro: la conjunción del separatismo y del clericalismo (tan denunciado por el Papa Francisco) es conocida por todos. De este modo, los católicos catalanes estamos obligados a una cuidadosa selección de parroquias, a que nos obliga cada día esta deriva cerril y partidista del clero. Menos mal que cada vez son más los sacerdotes hispanoamericanos que, al modo de una Segunda Evangelización a la otra dirección, vienen a cubrir los huecos para una feligresía desatendida, ignorada o menospreciada por quienes han convertido la Casa de Dios en Templos de la Secta Nacionalista.
Me preocupa también ahora si algunos obispos españoles, felizmente vivitos y coleando, harán algún caso de la carta de los trescientos, y sentirán escrúpulos de conciencia para plantarles cara. Ya hemos tenido algunas muestras de actitudes melifluas a la hora de denunciar, por ejemplo, la cultura de la muerte o también, como otro ejemplo, la profanación de tumbas…
Todo podría ser, porque no todos, seguro, están predispuestos a vivir un nuevo martirologio, esta vez -de momento- con las balas de tinta en los titulares de prensa o con las amenazas relativas a la enseñanza concertada o a pagos y exenciones de impuestos.