Quien a aborto mata, a eutanasia muere
José C. Hurtado. Siempre inspiran asombro, e incluso seguridad, los momentos de profunda calma que preceden a la tormenta. Es en este clima de tranquilidad el que nos da la confianza, y con el cual nos auto legitimamos para vivir aletargados, ciegos ante la próxima debacle.
Y cuando una leve, e incluso agradable brisa comienza a soplar, es entonces cuando nos damos cuenta de la ya irremediable y próxima catástrofe.
No deja de ser curioso como en las últimas semanas, los medios de comunicación de mayor alcance y penetración, tanto en la sociedad como en las conciencias, nos comienzan a alertar, como esa leve brisa, del fenómeno ya conocido como invierno demográfico. Ad hoc, por supuesto, de lo que es su remedio y consecuencia fundamental: la próxima implantación de la Eutanasia.
Tres son ya las provincias españolas cuyos habitantes superan los 50 años de media, mientras que la edad media en términos globales, desciende a los 43. Miles de españoles son ya centenarios, 15.210 para mayor precisión.
Si estos datos son desalentadores, no lo son menos los que aportan los especialistas. Y es que, según el último informe demográfico elaborado por el INE, los españoles mayores de 60 años supondrán el 30% de la población en las próximas 5 décadas, periodo en el cual los centenarios superarán la escalofriante cifra de los 200.000.
Una de las conclusiones, en definitiva, de este alarmante panorama, viene a ser el envejecimiento galopante de nuestra población, carente por cierto de una generación entera de jóvenes que ha sido exterminada en aquellos lugares que deberían ser los más seguros, por aquellos que más deberían protegerlos.
Pero, ¿debemos sorprendernos?
Aproximadamente y como mínimo, el 20% de la población menor de 9 meses ha sido masacrada anualmente desde hace 10 años, bajo la cruda realidad del aborto. Concretamente, 2.198.278 niños españoles entre 1985 y 2016 han sido abortados quirúrgicamente. A esta cifra se le han de sumar los cientos de miles de abortos químicos realizados mediante píldoras abortivas y del “Día Después” legalizadas por el “próvida” popular José María Aznar; los asesinados en pruebas de experimentación; o los “descartados” de la fecundación in vitro.
De este hecho se desprenden una serie de consecuencias a tener en cuenta:
En primer lugar, la ausencia de población joven en edad laboral; lo que llevará consigo la imposibilidad de mantener un sistema de pensiones, otrora exultante, que comienza a resquebrajarse.
Esto, unido al galopante envejecimiento de la población, supondrá otro relevante problema, y es que ese 30% de ancianos no tendrá acceso (ni medios económicos) para las necesarias prestaciones sanitarias de aquella seguridad social que una vez se encontraba entre las 10 mejores del mundo.
Por tanto, una porción ingente de los españoles configurará (y configuraremos) literalmente un peso muerto, que solo generará gastos y que, por su edad, no podrá generar recursos.
La cosa no pinta bien para una franja temporal que, se lo garantizo, nos tocará vivir como pueblo.
Ante este dilema, la sociedad española se encontrará tan imbuida del nihilismo posmoderno, o del vacío Pensamiento Único si se prefiere, que habremos desterrado cualquier bandera moral que nos dé un fin, destino y sentido para vivir; cualquier espíritu de sacrificio o capacidad de sufrimiento. Como ya afirmaba Evangelium Vitae, vivimos en un ambiente cultural que no ve en el sufrimiento ningún significado o valor, es más, lo considera el mal por excelencia, que debe eliminar a toda costa. Solo importa el placer, aquí y ahora. El sufrimiento necesario para el mañana y la eternidad, son conceptos carentes de sentido.
Llegados a este punto, ¿le seremos útiles al Estado? ¿Podremos sufrir las penurias de la vejez sin los medios para paliarlas? Tras aniquilar a nuestros hijos o desterrar a la familia ¿tendremos seres queridos que nos sostengan en los últimos días? Educados en una sociedad laica y hedonista, en la que el dolor es incomprensible ¿sabremos hacerle frente?
La respuesta es obvia. Pero no hay de qué preocuparse. La única “solución” que puede remediar esta crisis, está en ciernes. El “Defensor del Pueblo” andaluz, Jesús Maeztu, ha llamado recientemente a los españoles a abrir un debate, “uno de los más importantes que debe afrontar nuestra sociedad”: Y es que “nos tienen que garantizar medidas para morir con dignidad". Al mismo tiempo, Carlos Barra, (Derecho a Morir Dignamente y doctor, para más inri), llama a legalizar la eutanasia cuando el individuo libre, permanente, sin coacciones, quiere poner final a su vida, o bien cuando tiene tal nivel de minusvalía que no pueda valerse por sí mismo. La eutanasia, como decía San Juan Pablo II, no se dará por piedad ante el dolor, sino por razones utilitarias, de cara a evitar gastos demasiado costosos para la sociedad. Se aplicará, en resumen, para eliminar al que no es útil ni produce.
La eutanasia que es hoy una posibilidad, mañana será por tanto una necesidad.
¿Qué podemos hacer?
Entre los partidarios (directos o indirectos) de la Eutanasia y la consecución de su objetivo, hay una única y última barrera de contención.
En 1980, la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe emitía Iura et Bona, sobre la Eutanasia, que junto con Evangelium Vitae son un auténtico llamamiento a respetar, defender, amar y servir a toda vida humana. Siguiendo a San Juan Pablo II, es urgente una movilización general de las conciencias de la sociedad en general y los católicos en particular. No nos es lícito callar ante el aborto o la eutanasia.
Y por supuesto, tenemos que recordar que los católicos no podemos caer ante lo que Benedicto XVI calificó de esquizofrenia moral, ante esa dicotomía que, por error o por apego al mal menor, nos lleva, como decía León XIII, a cumplir nuestras obligaciones de una manera en la esfera privada y de otra forma en la esfera pública, acatando la autoridad de la Iglesia en la vida particular y rechazándola en la vida pública. La sentencia es firme: En el caso de una ley injusta, como es la que admite el aborto o la eutanasia, nunca es lícito someterse a ella, ni participar en una campaña a favor de una ley semejante, ni darle el propio voto.
Hace casi 700 años, exhortaba Santa Catalina de Siena: “¡Basta de silencios! ¡Gritad con cien mil lenguas! porque, por haber callado, ¡el mundo está podrido!”.
Tenemos, como pueblo, una obligación: No podemos callar. Y de hacerlo, se hará cierta esta cruda realidad. Y es que, quien a aborto mata, a eutanasia muere.