Rebeldía separatista del Parlamento de Cataluña: De la debilidad y del coraje
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Manuel Parra Celaya. Durante unos días de vacaciones, me había propuesto permanecer alejado de los sobresaltos de las noticias intempestivas; no lo he conseguido, por supuesto, porque este verano está siendo pródigo en calamidades cuyos ecos llegan al más apartado rincón del eremita en que me pretendía convertir. Cuando escribo estas líneas, acabo de ser informado, a la hora de comer y en contra de mi voluntad (¡había decidido no entrar en restaurantes cuyos comedores estuvieran presididos por un aparato de televisión!), de la nueva prueba de rebeldía de la mayoría separatista del Parlament de Catalunya, a través de la señora Soraya Sáenz de Santamaría, que no ha dudado en calificar el hecho de muy grave.
La portavoz del Gobierno informaba de la decisión de que tomara inmediatas cartas en el asunto la Fiscalía del Estado, que yo he traducido verbalmente -con sonrisas de aprobación de los comensales de la mesa vecina- de curar un cáncer con tiritas; omito pudorosamente el resto de mis comentarios por respeto al lector estival. Acabado el café con cierta prisa, he salido al aire libre -en sentido literal y no poéticamente político- y, cosa curiosa, por asociación de ideas, me ha venido a la mente una anécdota que explicaba mi profesor de Historia de bachillerato, de cuya exactitud y rigor no respondo (no tengo mi biblioteca al alcance), pero, en todo caso, relacionada con mis pensamientos del momento. Allá por el mil trescientos y pico, el rey Pedro IV de Aragón, enfrentado a los nobles insumisos en la batalla de Épila, rasgó con su punyalet, el documento del Privilegio de la Unión, que concedía amplios poderes a aquellos; en su ímpetu, se propinó una herida en la mano.
Al acudir sus partidarios en su ayuda, vino a decir: Dejad que la sangre de un rey sirva para lavar la vergüenza de la debilidad de otros, en alusión a sus antecesores que habían otorgado privilegios desmesurados a la nobleza frente a la Corona. Ante la progresiva escalada del separatismo en Cataluña, los sucesivos gobiernos españoles -incluido el que está ahora y caso de forma permanente en funciones- han procedido, cuando lo han hecho, con curas paliativas encomendadas la mayoría de las veces al Poder Judicial, como sucesivas tiritas aplicadas a un cáncer que amenaza metástasis.
La sola mención del vigente, y olvidado, artículo 155 ha causado pavor a todos los partidos constitucionalistas, y eso que su redactado -refrendado por todos los padres de la Constitución y -dicen- que por el pueblo español- es claro y diáfano: Si una Comunidad Autónoma no cumpliere las obligaciones que la constitución y otras leyes le impongan o actuara de forma que atente gravemente al interés general de España, el Gobierno (…) podrá adoptar las medidas necesarias para obligar a aquella al cumplimiento forzoso de dichas obligaciones, previo requerimiento al presidente de la Comunidad Autónoma o previa mayoría absoluta del Senado. Se me ocurre -recurriendo otra vez a la Historia y en esta ocasión en catalán- que es la hora del caixa o faixa (es decir, o ataúd tras el fusilamiento o fajín de general), que creo que dijo Prim.
En su situación insegura para ser reelegido como Presidente con sus 137 diputados y sin el apoyo o la condescendencia de quienes también dicen defender la Constitución y, sobre todo, la unidad de la Patria, podría don Mariano autoherirse con el punyalet legal del artículo 155. Quizás con esta medida obtendría, sorprendentemente, el aplauso de muchos españoles y su voto -incluido el mío, que nunca lo ha tenido- en una hipotética tercera votación que se anuncia; o, acaso, como uno de esos milagros que aparecen de tarde en tarde en la historia de España, los apoyos parlamentarios para su investidura, sin necesidad de llegar a otros comicios a cargo del cansado -y más que harto- pueblo español. ¿Por qué no lo intenta?