Superación de los males de España
Manuel Parra Celaya. La mayoría de quienes han reunido la doble y exigente condición de pensadores y patriotas han opinado que una de las causas del llamado problema de España ha sido, a lo largo de la historia, la imposibilidad de conciliar lo tradicional y lo nuevo; lo primero, no como simple y estéril imitación, sino como adivinación de lo que nuestros clásicos hubieran hecho de hallarse en nuestras circunstancias; lo segundo, nunca como papanatismo ante la novedad, sino como necesidad de innovación, para incorporar al acervo nacional lo más positivo de que hubiera logrado la inteligencia humana.
Esa dificultad, puede que innata en los españoles, llevó al dramatismo de las desavenencias entre ilustrados y conservadores en el XVIII y a la franca tragedia de nuestras guerras civiles en el XIX y el XX. Para más inri, cada vez que hemos creído que estábamos en el buen camino, ante una ocasión histórica en que se podía llevar a cabo, en sana y civil convivencia, esa síntesis de valores y aportaciones no necesariamente contradictorias, algo ha venido a echarla por tierra. Me quedo para mi coleto la enumeración de esos momentos privilegiados, porque sería juzgada como el resultado de una apreciación muy subjetiva de la historia –tan respetable, por otra parte, como otras- , pero no puede menos que exponer aquí lo que, a mi juicio, constituye una de las principales causas del fracaso: el particularismo, llevado en ocasiones hasta el extremo del sectarismo.
No creo que sea necesario aclarar al lector el sentido de este concepto de pura raíz orteguiana; baste con decir que, por esta característica, cada español, encerrado en sus intereses de clase, partido o territorio, ve en cualquier otro un rotundo antagonista, incompatible con él y, en aquellos momentos históricos que he calificado de trágicos, candidato a ser eliminado, sin más, de la piel de todo. Como ejemplo reciente, puede ponerse la celebración del carnaval en una ciudad catalana en que se celebraba el simulacro de fusilamiento de los “enemigos españoles”; o, con carácter más serio, la propuesta de Artur Mas de “desconectar” del Estado.
No se me dejará de argumentar que esta mentalidad era propia de otras épocas y que, salvo estos casos de particularismo territorial, el ciudadano de hoy, inmerso en una circunstancia “democrática”, es capaz de convivencia, de comprensión e, incluso, de empatía. A juzgar por las actitudes de muchos políticos y de también algunos de sus seguidores, lo de convivencia prefiero dejarlo en coexistencia; lo de comprensión lo reduciré a un educado barniz de respeto, que se pierde en numerosas ocasiones, especialmente aquellas en que entra en juego el imperio de la masa; y, por supuesto, niego la menor capacidad empática (el ponerse en el lugar del otro), precisamente porque el mal que nos aqueja es permanecer cada uno en su burbuja particular, de la cual es difícil salir para llegar a entender por qué mi antagonista adopta una determinada actitud o línea de pensamiento.
Lo único que ha logrado esa circunstancia supuestamente democrática ha sido hacer tábula rasa de cualquier jerarquía de valores, empezando por los religiosos; en unos casos, por su relegación al olvido, al desprecio o al odio; en otros, por su equiparación absurda a disvalores más cómodos, llevándonos al reinado absoluto del relativismo.
Este relativismo –común a toda sociedad postmoderna- casa muy bien con el ancestral particularismo hispano y, si bien, mitiga a la corta sus efectos trágicos, a la larga anula completamente la conciencia histórica y las posibilidades de alcanzar aquella síntesis mencionada al principio. Además, por esta anulación, el español parece estar condenado a perder su condición de tal, sin que le quede el resorte, equivocado, bárbaro y apasionado pero sincero, de creer que su interpretación es la únicamente correcta.
Estamos encerrados en un círculo vicioso: para vencer el relativismo y superar el particularismo es preciso lograr aquella síntesis entre lo tradicional y lo novedoso y moderno; a la vez, esta conjunción de valores es lo que puede alejar de nuestro interior el dañino relativismo y el particularismo egoísta. Círculo vicioso o nudo gordiano. En todo caso, es necesaria una operación quirúrgica que, más que la espada de Alejandro use del escalpelo regeneracionista. Por lo que parece, ni el bipartidismo vigente ni el populismo creciente disponen de este instrumento.
No, no se alarmen: no estoy clamando por el cirujano de hierro de Costa. Mi apuesta es que, por medio de la reflexión, del diálogo y de la educación, sobrevenga en España una ilustrada minoría selecta, no elitista y sí nacida de la propia entraña de la sociedad, que sea capaz de ofrecer una tarea integradora e ilusionante para todos y de propiciar esa síntesis de valores, de creencias y de ideas, y no desaproveche la próxima ocasión histórica que se nos presente.