UN PARÉNTESIS PARA LA HISTORIA
Manuel Parra Celaya. Estamos viviendo de una forma sobresaltada, quién lo duda; basta con leer las portadas de los periódicos o encender el televisor para que el alma, lejos de serenarse al modo predicado por Fray Luis de León, entre en zozobra: dos guerras simultáneas -no tan lejanas, aunque nos queramos engañar- un mundo en crispación, por añadidura, sometido, además, a la férrea dictadura de la ideología woke, y una España que parece debatirse entre su permanencia como nación o su disolución en taifas irreconciliables.
Por ello, hoy renuncio a tratar, como otras veces, esta realidad deprimente; tampoco esta estación otoñal invita a recrearse en una forma de poesía alegre y luminosa o en la lectura de un betseller de éxito de ventas y, por añadidura, de encefalograma plano. De forma que he preferido echar mano de la historia en mi artículo, con la esperanza de que la haga trascender algo de la realidad circundante y recuerde su condición de maestra de la vida. Y, casualmente, me he dado cuenta de que estoy escribiendo para un domingo 29 de octubre.
A la inmensa mayoría de los españoles, especialmente a los más jóvenes, esa fecha no les va a decir nada; a los que ya tenemos cierta edad y, por tanto, alguna experiencia y conocimientos a cuestas, nos hace recordar que, en tal día como hoy, en el lejano 1933, se celebró un acto “de afirmación española” en el Teatro de la Comedia de Madrid, sito en la calle del Príncipe; pasó a la historia como la fundación de la Falange, si bien es cierto que, jurídicamente, esta tuvo lugar unos días más tarde, al inscribirla en la registro oficial.
Hablaron aquel día Alfonso García Valdecasas, promotor de un frente nacional de estirpe orteguiana, el aviador Julio Ruiz de Alda, héroe del vuelo del “Plus Ultra” y el joven abogado José Antonio Primo de Rivera, hijo del fallecido dictador, que, por cierto, era vilipendiado por los políticos de la joven República española. Este último orador pronunció un discurso excelente, muy aplaudido por el variopinto público que atestaba la sala; se atuvo a un esquema dialéctico, cuya tesis era el liberalismo, que, en su vertiente política, había sustituido -como diríamos ahora- la verdad por la posverdad, y, en lo económico, prometiendo derechos “que no pueden cumplirse en casa de los famélicos” y que se caracterizaba por su “palabrería liberal”; su antítesis era el socialismo, cuyo “nacimiento fue justo” al rebelarse frente a las condiciones impuestas por el capitalismo, pero que se descarrió al asumir las tesis materialistas del marxismo; la síntesis que proponía, aún sin nombre, consistía en un movimiento “ni de izquierdas ni de derechas”, sustentado más en una “manera de ser” que en una “manera de pensar”, y que significaba adquirir “un sentido permanente ante la historia y ante la vida”; con respecto a la próxima contienda electoral, se limitaba a un escéptico “votad lo que os parezca menos malo”.
También por mi edad, recuerdo que las conmemoraciones anuales de aquel acto que llevaba a cabo el Régimen anterior eran contestadas vivamente por los que entonces éramos jóvenes, incluso con alborotos callejeros, para dejar constancia de que la deriva política y económica de España poco o nada tenían que ver con las palabras del discurso joseantoniano, por cierto de inequívoca resonancia también orteguiana.
Quizás por una casualidad histórica, diecinueve años antes del acto mencionado, el propio Ortega y Gasset había hablado en aquel mismo escenario de la calle del Príncipe, en nombre de la “Liga para la educación política”; entre sus palabras, cabe recodar su inicio: “Al escuchar la palabra España siento dolor” (ante lo había dicho D. Miguel de Unamuno, por cierto); su crítica a los programas de los partidos políticos se basaba en que “eran caducos e inútiles”, y distinguía entre la “España oficial” y la “España vital”; su propuesta era conseguir “una España vertebrada y en pie”.
Un mismo marco y acaso una persistencia en la crítica a lo existente y en las aspiraciones para su superación, para una sociedad y una España distintas y mejores. Al respecto, afirma Jaime Suárez (El legado de José Antonio. Vol. 1. Pág. 50) que “la sombra de Ortega en el proyecto de José Antonio es alargada”, y añade que “la naciente Falange Española recogía el testigo, abandonado por Ortega, de la rectificación de la II República ´desde dentro´. Con ello, José Antonio se erigía en legatario político de Ortega, cosa que este reconoció explícitamente al asegurar haber tenido una gran influencia sobre ´un grupo de la juventud que ha ejercido una intervención muy enérgica en la existencia española´” (Revista de Occidente. 1959. Pág. 157).
El maestro Ortega, llevado por el desaliento y la frustración, desistiría más tarde de sus propósitos regeneradores, actitud que mereció aquel “Homenaje y reproche” de su discípulo José Antonio Primo de Rivera; pero a todos nos puede suceder que, animados por el mismo “dolor de España”- que es la forma más perfecta del amor- recaigamos en esos momentos bajos de abatimiento…
Entretanto, compruebo que la Historia es maestra de la vida, y, sin necesidad de caer en estériles ucronías, los españoles de hoy quizás debamos conocer más a fondo ciertos textos del pasado y tomar conciencia de lo que aquellos oradores intentaron llevar a término para hacer frente a una realidad angustiosa y agobiante, en sus respectivas circunstancias y diseñar cabalmente para nuestro momento unos planteamientos acordes con la realidad actual, no menos alarmante y abrumadora.
La impronta esencial será, en todo caso, mantener y acrisolar ese sentido permanente ante la historia y ante la vida, aunque olvidemos fechas y efemérides. Y actuar en consecuencia.