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Diario YA


 

José Luis Orella: El ajedrez ucraniano

 

 

Ucrania se desliza hacia la división social. Finalmente ha quedado claro que el rechazo al acuerdo con la UE, en realidad escondía una nueva revolución. (El ajedrez ucraniano)

 

 

El pacifismo actual inculcado a los niños tiene, además, otras consecuencias; no evita, en modo alguno, la agresividad en la edad adulta

Y, además, moralina…

Manuel Parra. Mucho se ha escrito a estas alturas sobre las aberrantes ridiculeces con las que los Ayuntamientos regidos por los llamados progresistas han querido sustituir las antaño majestuosas cabalgatas de los Reyes Magos, y mejores plumas que las mías han cubierto las crónicas –entre el enfado y el cachondeo- de lo ocurrido en Madrid o Valencia, por ejemplo.

Casi todos los comentarios coinciden en señalar una clara intención secularizadora, y más concretamente anticristiana, de las innovaciones, destinadas a deslumbrar teóricamente a los niños, pero, como estos pueden ser bajitos pero no idiotas (Pérez-Reverte dixit), el supuesto deslumbramiento ha quedado reducido, en el mejor de los casos, a aburrimiento. Se ha comprobado una vez más la agudeza de juicio del añorado Rafael García Serrano cuando, a raíz de la supresión de la Navidad en los tiempos del Frente Popular, se la sustituyó por la Semana del Niño: lo más grave no es que fueran satánicos, sino que eran rematadamente cursis…

En el caso de la cabalgata de Barcelona –extraña mixtura de rúa carnavalesca, espectáculo circense y apoteosis etnicista-, hay que destacar, además, una insoportable carga de moralina, que transmitían unos voceadores instalados delante de las carrozas de los presuntos Melchor, Gaspar y Baltasar; atronantes altavoces repetían mensajes políticamente correctos, a modo de curiosa combinación de Ejército de Salvación Progresista, telepredicadores y showmans, con el objetivo de adoctrinar no solo a los pequeños sino a sus respectivos papás. Junto a consignas de acento solidario (¡no pidáis más de dos juguetes…!), destacaba la insistencia en hacer aborrecer sables, pistolas, escopetas o soldaditos, catalogados como nefandos juguetes bélicos.

En este punto, uno no puede menos que rememorar su infancia, cuando lo pasaba bomba (con perdón) jugando, ya solo, ya en compañía de amigos y compañeros de correrías, simulando pelis de indios y vaqueros, marciales desfiles o combates singulares a los tres mosqueteros; también es forzoso reconocer que, cuando SSMM de Oriente no se estiraban en sus regalos, nuestra imaginación fabricaba rústicas espadas de madera o pistolas caseras con mil artilugios caseros, tal era nuestra inventiva. La –digamos- ingenuidad pacifista que dicta, año tras año, el mensaje prohibitivo, parte, en primer lugar, de un profundo desconocimiento de la psicología infantil; el coronel Baden Powell, que entendía mucho más de ella, decía que los niños tienen tres necesidades básicas: comer, jugar y pelear, y buena parte de la pedagogía scout se sostenía en esta idea; para evitar sobresaltos de bienintencionados y pusilánimes, aclaremos que estas peleas no eran más que simulación inofensiva, en la que los muchachos medían sus fuerzas y su ingenio, en sana rivalidad y camaradería, porque aún no se había inventado el bullying; no se hacía más que institucionalizar lo que ocurría en todos las colectividades infantiles, empezando por las rurales, sin más consecuencias trágicas que un chichón, un ojo amoratado o un rasguño.

El pacifismo actual inculcado a los niños tiene, además, otras consecuencias; no evita, en modo alguno, la agresividad en la edad adulta, sino que la suele reforzar; piénsese cuándo se han llenado más de violencia las sociedades: antaño, cuando nos sacudíamos de lo lindo en juegos infantiles o ahora, cuando están prohibidos por decreto los juguetes bélicos; personalmente, nunca he sentido tentaciones de batirme a espada con el vecino ruidoso o pegarme de tortas con un contertulio oponente, y eso que disfruté como un loco de niño en aventuras imaginarias…

En tercer lugar, tengo para mí que esta educación en el pacifismo a ultranza ocasiona debilidad de carácter y escasa resistencia a la frustración, pues nos vacunábamos de ella cuando nos tocaba hacer de malos y, consecuentemente, perdíamos. La vida real tiene momentos que exigen decisiones y actitudes resueltas, y su aprendizaje no se adquiere con el buenismo imperante ni con la prédica constante de la debilidad; a lo mejor tenía razón Renán cuando escribía aquello de que “el gran defecto de las buenas personas es que son cobardes”.

En cierta ocasión –no hace tanto- pregunté a unos alumnos de la ESO cuál sería su actitud en el caso extremo de una invasión de España por un supuesto enemigo exterior; las respuestas fueron casi unánimes: me aguantaría, me iría lejos, saldría huyendo…Ojalá que nunca tengan que verse nuestros niños de hoy en situaciones límites, como la planteada por aquel profesor que, en su infancia, había jugado con espadas y pistolas y, de mayor,, nunca se había considerado entusiasta de la violencia y sí partidario de la razón y del diálogo… mientras le dejen.

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