¿Hay dos Cataluñas?
Manuel Parra Celaya. Los gurús de las estadísticas nos han venido bombardeando desde el día 11 sobre si el número de manifestantes separatistas había decrecido o no con respecto a años anteriores; son los mismos que, tras un escrutinio electoral, se apresuran a pontificar sobre los votos desplazados, de dónde proceden y cuáles han sido las causas que han empujado a los ciudadanos a cambiar sus inclinaciones. Los titulares de los periódicos colaboran eficazmente, según sus tendencias o las subvenciones que reciben, destacando avances o retrocesos de lo que, en lenguaje políticamente correcto, denominan Independentismo o constitucionalismo.
Lo cierto es que no hay ocasión, en la vida pública o en la privada, en que no se pongan de manifiesto dos posturas antagónicas: las de los partidarios del procès y la de quienes, por ser catalanes, nos sentimos en consecuencia españoles. Como muestra más reciente, el rebote separatista ante la designación del escritor Javier Pérez Andújar como pregonero oficial de las fiestas de Ntra. Sra. de la Merced (que el laicismo municipal reduce a la Mercè, como si se tratara de la vecina de enfrente); esto ocurre en lo público, pero la resonancia en lo privado se pone de manifiesto en cualquier comida familiar o encuentro de amigos, en que la sangre no suele llegar al río pero hace su aparición metafórica y molesta. ¿Significa ello que existen dos Cataluñas?
Últimamente, se alude mucho en los medios a la necesidad de conllevancia, haciendo de este neologismo orteguiano en su intervención en el Parlamento de la República en 1932 el bálsamo de fierabrás del problema: todo es cuestión de llevarse bien, de aceptar al otro…, como si se tratara de un tema intranscendente sin más calado. Apresurémonos a afirmar que no es así, pero que, por una parte, no existen dos Cataluñas, sino una sola con una parte de su población seducida por la tentación apartista y separatista, y, por la otra, que muchos de los que buscan el respaldo de un Ortega casi desengañado y próximo al No es esto, no es esto, no se han tomado la molestia de leer todo el texto del discurso en que mencionó esta palabra.
En su intervención, nuestro pensador definía al separatismo como una muestra de “nacionalismo particularista”, “un sentimiento de dintorno vago, de intensidad variable, pero de tendencia sumamente clara, que se apodera de un pueblo o colectividad y le hace desear ardientemente vivir aparte de los demás pueblos o colectividades”; seguía diciendo que siempre se darán, en el seno de este pueblo, las dos tendencias, “la de vivir aparte” y “la de convivir con los otros en la unidad nacional”, y –ojo al dato- “siempre hay alguien que se encarga de traducir ese sentimiento en concretísimas fórmulas políticas”; a partir de aquí, proponía una serie de medidas concretas en el marco republicano de entonces, con la condición previa de no plantear el problema en términos de “soberanía” sino de “autonomía”.
El tiempo ha desfasado las propuestas orteguianas en la Cámara republicana, pero sigue aleteando, por encima de la circunstancia histórica concreta, un terrible y, a la vez, esperanzador diagnóstico: “Un Estado en decadencia fomenta los nacionalismos” y, por el contrario, “los nacionalismos solo pueden deprimirse cuando se envuelvan en un gran movimiento ascensional de todo un país, cuando se cree un gran Estado, en el que van bien las cosas, en el que ilusiona embarcarse porque la fortuna sopla en sus velas”. Nada, pues, de especular con los números ni de conllevar miserias: la particularista y la unitaria, que no tienen nada que ofrecer ni a los catalanes, ni a los castellanos, ni a los vascos, ni a los andaluces…
Solo un proyecto de España con cara y ojos puede incardinar a una sociedad entera y vencer sus titubeos. Los sentimientos espontáneos, y sentimentales –como decía en un artículo anterior- solo podrán superarse cuando gane posiciones la exigencia de lo difícil; cuando se descubra que, más allá del blando césped de nuestra aldea, hay horizontes tentadores que inauguran ortos de justicia, de trabajo para todos, de libertad, de responsabilidad y de autoridad; cuando la política menuda, alicorta y en ocasiones sucia dé paso a la Política de un “espléndido quehacer” –como también se dice textualmente en aquel discurso- , que no supo traernos ni aquella II República ni esta II Restauración.