DE LA INDIGNACIÓN A LA DIGNIFICACIÓN
Manuel Parra Celaya.
Nos suele ocurrir a los que peinamos canas que el tiempo nos pasa muy deprisa y lo que tenemos en la memoria como algo inmediato en el ayer es ya lejano y remoto. Así me ha ocurrido cuando he leído en los medios que han transcurrido diez años de las jornadas del 15M.
Aquellas acampadas urbanitas fueron algo más que una simple anécdota, más que una consabida manifestación poblada mayoritariamente de jóvenes inconformistas que coreaban los eslóganes de siempre. Significaron una escenificación de un malestar larvado, al que no atinaban a dar cauce ni el gobierno -de izquierdas precisamente entonces- ni la oposición de la derecha, ningún partido o sindicato del Sistema.
Con cierta alarma por parte de algún miembro de mi familia (me llegaron a llamar “yayo-flauta”), me acerqué a las tiendas de campaña de la Plaza de Cataluña en Barcelona, similares a las instaladas en la Puerta del Sol madrileña y en sus reflejos en otras capitales de España. Allí había de todo, como en botica: desde añejas y tópicas evocaciones del vetusto mayo del 68 hasta reclamaciones de la más perentoria actualidad: protestas contra la precariedad laboral y la falta de expectativas juveniles ante el futuro, denuncia de la especulación capitalista, desprecio contra la farsa de una “democracia formalista” y contra la falsificación que representaban los partidos, rechazo de los políticos de todo signo encumbrados en el poder, propuestas de una educación mejor… Un totum revolutum y, a la vez, una explosión social, tendente al radicalismo pero sin violencia aparente; como dato importante para mí, no había ni asomo de esteladas a la vista ni daba la impresión de que, entre la sinceridad de muchos y la pijería progre de otros, se camuflara el contrabando del separatismo; sí que estaba presente, en cambio, la crítica y la burla contra los políticos de la oligarquía autonómica.
Leí los carteles reivindicativos de los “indignados” y alguno me pareció muy bien; conversé brevemente con alguno de los concentrados, e incluso llegué a reconocer en sus palabras alguna de mis no menos rebeldes aspiraciones de juventud, aquellas en las que fui educado -y alentado- muchos años atrás, en otras acampadas, nada urbanitas por cierto.
Un buen amigo escribió por aquel entonces que, tras la “indignación” debía llegar la “dignificación”; se quedó con las ganas, pues ya sabemos en que derivó el 15M, y quizás no había que ser un genio para vislumbrarlo: antes incluso de la decisión de la autoridad para desmantelar los toldos y lonas, se fue produciendo la más descarada manipulación de intenciones, el más abyecto aupamiento de los cucos y avispados, la utilización de aquel rebufo social para asimilarse a aquella casta política objeto de las críticas. Se puede resumir en la expresión instrumentalización de la juventud, y, si nos remontamos a otras circunstancias históricas lejanas, podríamos repetir una frase que entonces fue censurada: enfangamiento de las esperanzas.
Un pesimista podría generalizar el fenómeno: es una constante histórica el hecho de que las expectativas juveniles se vean sistemáticamente defraudas o utilizadas con destreza para conseguir otros objetivos muy diferentes a los que anidaban en los corazones idealistas de quienes sueñan con un mundo mejor, pues cada generación se ha considerado señalada por el destino para cambiar el curso de la historia; sobre los hombros de los entusiastas se han encaramado siempre quienes perseguían fines distintos, mucho menos idealistas y a menudo lindantes con el medro personal.
Me apresuro a declarar que mi perspectiva personal no coincide, aun con canas, con esta aseveración desesperanzada. Y para refutarla, me parapeto en tres premisas: por una parte, en la observación de la historia, en que en ocasiones se han producido prodigios; por otra, en una mirada a la actualidad, en las graves carencias que presenta nuestra sociedad y en los graves problemas que, concretamente, tiene planteados nuestra España hoy en día, bajo otro gobierno de izquierdas, heredero directo de aquel de hace diez años, pero igual sería probablemente si fuera de signo contrario.
Por último, me certidumbre en un conjunto de valores, esos que se han escamoteado una generación tras otra; en primer término, los que afirman la dignidad de la persona humana y de sus necesidades y fines en lo inmanente y en lo trascendente; partiendo de esa dignidad, los valores de la justicia y de la libertad responsable, de la abnegación y del servicio, de la solidaridad y del patriotismo, de la búsqueda de la verdad y de la belleza, de la armonía en suma.
Ya sabemos que los valores pueden eclipsar su luz durante un tiempo, que hace que no sean reconocidos como tales durante alguna generación. Pero, precisamente por “valer”, son intemporales y pueden ser otra vez reconocidos y asumidos en generaciones siguientes.
Nadie duda de que muchos españoles -entre los que me encuentro sin duda- se sienten hoy profundamente indignados; acaso no instalen tiendas de campaña en la vía pública para declararlo, pero el malestar sigue ahí y va en aumento. No confío excesivamente en que lo puedan resolver -acaso mitigar temporalmente- los mecanismos dispuestos por el Sistema para la supervivencia de esta “democracia formalista”, pero, en todo caso, esos valores están ahí, a la expectativa, y es necesario que se vuelvan a reconocer como tales por una juventud que aúne a su “indignación” la “dignificación” que decía mi amigo.