El origen de la institucionalización del verdadero Día de la Madre
Manuel Parra Celaya. Ya me decían de muy pequeño que era testarudo y lo achacaban a que me pasaron por el manto de la Virgen del Pilar, dando ocasión a que el monago acompañante, tras forcejear conmigo, me espetara un maño, eres más cabezón que yo. Lo cierto es que, de mayor, he seguido siendo un cabezón en muchos aspectos, por ejemplo, en lo relativo a ese concepto, tan desconocido en nuestros días, que se denomina lealtades. ¡Qué le vamos a hacer!
No obstante, en otros aspectos me considero bastante dúctil e incluso tolerante, en el sentido que José Antonio Marina da a esta palabra: Tolerancia es el margen de variación que una solución admite sin dejar de ser solución (Crónicas de la ultramodernidad. Barcelona 2000); pero hay asuntos por lo que no paso, y se me puede llamar muy bien empecinado, con permiso del famoso guerrillero Juan Martín, héroe nacional y luego víctima de lo políticamente correcto de la época.
Y, entre mis cabezonadas, hay algunas verdaderamente originales, personales y creo que intransferibles, como el de continuar celebrando el Día de la Madre en su fecha más tradicional e hispánica, esto es, el 8 de diciembre, fiesta de la Inmaculada Concepción y, tras el milagro de Empel, patrona de la Infantería española.
Me imagino que, a estas alturas, los lectores más jóvenes se han quedado de piedra e incluso alguno ha dudado de mi salud mental; pues bien, aseguro y atestiguo, de forma documentada, que, hasta un poco más de mediados de los 60 del siglo pasado, esa era la fecha en que los niños de España, y los no tan niños, festejábamos a nuestras respectivas mamás con un humilde regalo de elaboración propia, unas flores o unos improvisados versitos, Luego, como tantas otras cosas, a esta celebración se la llevó la trampa y se pasó a la actual fecha -creo que el primer domingo de mayo, común a la mayoría de países globalizados, de tal forma que se dice por ahí que, más que ser el día de las madres es el de las grandes superficies…
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La iniciativa fe mantenida por el posterior Frente de Juventudes a partir de 1940, y mis recuerdos juveniles, en fechas mucho más avanzadas, se centran en el recorrido que los afiliados de la nueva Organización Juvenil Española llevábamos a cabo por los domicilios de las familias, con ofrenda de una rosa a las mamás y el correspondiente alborozo, que solía materializarse en unos dulces o una copita de champán, cosa que hoy sería objeto de sanción gubernativa y no sé si de pecado mortal. En las escuelas también se confeccionaban cartulinas decoradas, hurtando horas de la clase de matemáticas o de lengua, que cada alumno llevaba a casa después.
Fue allá por 1966 cuando los avispados comerciantes cayeron en la cuenta de que el mes de diciembre ya era pródigo en ventas, y no así mayo; la inspiración vino de más allá del Océano y, en consecuencia, se produjo el cambio de fecha en aquella España del seiscientos y del desarrollismo. Creo recordar también que el espaldarazo al cambio lo propinaron algunos obispos que, a la luz de sus interpretaciones del Concilio Vaticano II, afirmaron que no cuadraba hacer coincidir el día de las madres con el de la Virgen inmaculada, aduciendo intricadas razones teológicas que se sumaron a las no tan sacras de los comerciantes mencionados.
Siempre me ha quedado la sospecha de que la verdadera razón del cambio de fecha vino dada por la inquina hacia la Institución que había creado el Día de la Madre en su origen, en una muestra más de ese maquiavelismo clerical que, por fin, el Papa Francisco no cesa de considerar uno de los males de nuestra Iglesia Católica, Apostólica y Romana.
Pues bien, cabezón, testarudo, obstinado o empecinado, un servidor continúa celebrando su Día de la Madre cada 8 de diciembre, ahora, claro está, dedicado a la madre de mis hijos. Y, lo que es mejor, es que ellos, sin ningún tipo de presión paterna, mantienen una tradición ininterrumpida en la familia.
Este día viene a ser el pórtico de las fiestas de Navidad, el prólogo indispensable de una conmemoración que tiene como antecedente aquella gestación de una jovencita de Nazaret, culminada en el glorioso parto del establo de Belén, entre incomodidades y con el homenaje de los más humildes, porque no había sitio en la posada ni disponían de grandes superficies donde hacer compras.
Soy consciente de que me he quedado solo -nos hemos quedado solos, si incluyo a mis hijos- en la celebración de esta festividad entrañable. No importa. Cuando llegue mayo, ya celebraremos otras cosas, pero el 8 de diciembre sigue institucionalizado en mi corazón como el verdadero Día de la Madre.