Según la nueva ley de memoria histórica, estando las montañas nevadas no se puede ir con la mirada clara
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MANUEL PARRA CELAYA
Hace escasos días, con respecto a los nuevos proyectos de memoria histórica, dejé caer en un artículo las siguientes palabras: Nuestros recuerdos, nuestras evocaciones de una lejana, alegre e ilusionada juventud, nuestra intrahistoria, común y particular, pueden caer fácilmente bajo el peso de una ley inicua. ¿Será delito craso contar una anécdota campamental a tus hijos o nietos? ¿Podría ser objeto de sanción y objeto del Código Penal tararear en la ducha una vieja canción de marcha? (…)
Pues bien, abro el ABC del pasado domingo y me encuentro un fantástico chiste de JM Nieto en su habitual Fe de ratas: un roedor con mochila es interpelado por otros dos animalejos: -Le vamos a tener que multar. Según la nueva ley de memoria histórica, estando las montañas nevadas no se puede ir con la mirada clara, lejos, y la frente levantada. - ¡Por Dios! -Lo está empeorando. Mi artículo no tenía copyright, pero no importa; con todo cariño, le cedo la patente…
Eso de reescribir el pasado a gusto y conveniencia de poderes absolutistas del presente es una vieja estrategia comunista, abundante en la Enciclopedia Soviética y actualizada constantemente por los seguidores de Gramsci, expertos en la deconstrucción. Ya lo denunció, nada menos que en 1948, el trotskista Orwell en su novela 1984, con aquel Ministerio de la Verdad, trasunto literario del que pretenden crear en España las izquierdas vacías de contenido real y sin norte ideológico.
Puestos a caer bajo las horcas caudinas de la futura ley, recuerdo unos versos de una antigua canción (nefanda para la memoria histórica, claro): El pasado no es paso ni traba / sino afán de emular lo mejor. Y, en efecto, el ayer puede ser interpretado de dos maneras, a saber: la primera consiste en recrearse en él y enarbolarlo como bandera; si esta actitud es personal, se llama nostalgia, y puede ser legítima si no pasa de la primera actitud, siempre y cuando no impida tener en cuenta la vida que tienes en derredor y un abrirse a un futuro prometedor; si, además, pretende ser motor y alcanza expresión colectiva, el resultado no puede ser otro que la esterilidad más completa.
La segunda manera es, sin renegar de lo antiguo, aprovechar las enseñanzas del tiempo transcurrido, distinguir entre los errores cometidos y los aciertos; en suma, hacer del pasado lección. Como disposición de una existencia individual, es lo correcto; como actitud colectiva, es lo honesto y lo que garantiza que no se va a cumplir el aserto de que los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla.
Claro que, para hacerlo bien, se requieren, no solo las necesarias dosis de objetividad, sino la gallardía de no ceder a la mentira a sabiendas y poner la vista en esa tarea, siempre inacabada, que se llama patria; y estas tres cualidades son impensables en este momento político.
Y, más que juicios al pasado -que está definitivamente cerrado y no puede retornar ni defenderse- lo importante es demostrar esa capacidad crítica, positiva y no derrotista, con el hoy, que sí admite enmiendas: quienes están satisfechos con el presente no pueden preparar el futuro, dice otro adagio. Entiendo que en ello estriba un verdadero patriotismo, que no nace de la adulación ni de la complacencia, sino que a veces debe llegar por el amargo camino de la crítica, como inauguró el genial Quevedo y nos transmitieron nuestros mejores pensadores.
Es evidente que, para cada uno, además de tener su alma en su almario, es legítimo, además de legal, y hermoso mirar de vez en cuando hacia atrás, evocar los mejores momentos vividos, formular las correspondientes autocríticas -sin flagelarse, en modo alguno- y, en definitiva, enorgullecernos de lo logrado hasta la fecha. Todo eso, sin tener encima la espada de Damocles de una intromisión aberrante de lo público en lo privado, de una aplicación de leyes con carácter retrospectivo, de una estúpida inquisición sobre las mentes.
Por lo tanto, sin asomo de pudor ni apocamiento impuesto por las amenazantes noticias, me declaro contento y orgulloso de mi trayectoria, de lo que me enseñaron y de la mayoría de mis profesores y educadores; y, como buen alumno, me permito revisarlos cada día, redescubrirlos, matizarlos y, aun, contradecirlos en el respeto casi filial, porque con los años se acostumbra a pasar de la utopía al mundo de las realidades.
Me manifiesto gozoso, por ejemplo, de haber pasado mis veranos bajo lonas blancas y asistiendo jornada a jornada a actos en que se izaban y arriaban las banderas; de haber sido educado sin odios y con la confianza de que la verdadera historia es un quehacer de amor; de que hay que escindir la conciencia en dos mitades y de que la satisfacción de las necesidades materiales de una vida digna no contradice los valores del espíritu; de que Dios es la meta última del hombre y de que la patria es un medio para armonizar la vida individual con el entorno…
Y, como dice el chiste publicado en el ABC, todo eso lo aprendí con mi mirada clara, lejos, y la frente levantada, con el marco incomparable de unas montañas nevadas.