HISPANOS
Manuel Parra Celaya. Hispanos y no latinos. Cada vez que escucho el uso espurio de este vocablo, incluso en bocas o plumas autorizadas o por sus mismos protagonistas para autoidentificarse, evoco aquel rosa rosae o el qui quae quod de mis primeros años de Bachillerato, primero sentido como suplicio infantil y luego percibido y asimilado con gusto, como fuente de cultura, de conocimiento y de motor de estructuración lógica de mi mente.
¿Fueron las legiones de César a colonizar América? ¿Hablan latín sus habitantes? Hablemos, pues, con propiedad: hispanos. Me refiero a esos hispanos vecinos de los bancos en las iglesias, jóvenes o familias enteras; a esos hispanos que ocupan en los Seminarios los vacíos de vocaciones de españoles; a esas hispanas de los Monasterios, que han elegido la vida religiosa y cantan y oran como los propios ángeles; a esos hispanos sacerdotes que llenan sus homilías de dulces acentos de sus lejanas tierras de origen.
A esos hispanos que, a veces, ejercen los oficios más humildes, que muchos autóctonos desprecian; que me atienden en el taller de automóviles con sus manos llenas de grasa o que me sirven el café en el bar de la esquina; o a aquel hispano maravilloso, amable y educado que me presentó una buena pizza en un restaurante de Roma –la casa madre- y casi se emocionó al hablar conmigo en español. A esos hispanos cuyo léxico es mucho más preciso, culto y extenso que el de nuestros universitarios; y que emplean términos que nos hacen evocar a nuestros clásicos y que nosotros hemos olvidado llevados por las prisas del frenesí tecnológico, o esas otras palabras, de derivación propia en sus áreas lingüísticas y que enriquecen nuestro común patrimonio idiomático.
A esos hispanos que, en nuestro despoblado Ejército, han cubierto los huecos producidos por el pacifismo tontorrón, la propaganda antimilitarista y la escasa vocación de esfuerzo y servicio de algunos jóvenes españoles, y que se juegan el tipo en misiones internacionales con la bandera roja y gualda en el brazo. Ya sé que hay de todo, como en botica. Y que se dan casos de quienes prefieren sentirse yanquis de segunda categoría –en palabras del genial Alfredo Amestoy- y que imponen a sus hijos nombres anglosajones de actores de moda, pero irremediablemente seguidos, para su escarnio, de inequívocos apellidos godos como Rodríguez, Pérez, Fernández o García.
Y que los hay que se avergüenzan de su origen mestizo y se han hecho eco de la demagogia antiespañola en sus aulas, o en las nuestras, y rechazan el concepto de Hispanidad en consecuencia; y dicen cosas como aquella que me espetó un alumno de la ESO, sediciente y fervoroso converso al nacionalismo catalán: Los españoles solo vinieron a mi tierra a violar indias y a robar oro; a lo cual me vi obligado a responder: Serían tus antepasados, porque los míos se quedaron en la Península.
Y también sé que hay jóvenes hispanos que componen bandas y pandillas al estilo de West Side Story, pero más a lo bestia; y pienso que la culpa es nuestra, porque me remonto entonces a los Campamentos de mi juventud y a la formación que recibíamos en ellos muchos jóvenes de entonces que ahora peinamos canas, y lamento que no se les ofrezca hoy algo similar. Y soy consciente de que hay otros que, imitando a los autóctonos peninsulares, no quieren dar palo al agua, confiando en que se les mantenga a pan y cuchillo al integrarse en la confusa marea de los ni-ni.
A pesar de estas excepciones, confío en un segundo mestizaje; en el de ellos sobre nosotros, los españolitos del siglo XXI, a los que la democracia nos ha llegado al bajovientre, como dijo Rafael García Serrano. Confío en este segundo y recíproco mestizaje que nos devolverá el regusto por la común historia patria, el valor de un destino común de los pueblos hispánicos, la variedad y riqueza de un idioma y las ganas de rezar ante Dios.