Manifiesto personal ante el ansia irrefrenable de intervencionismo
Manuel Parra Celaya. Menos mal que se trataba de un bulo la noticia de que Ayuntamiento progre de Oviedo iba a publicar una normativa con la prohibición de mirar a las mujeres por la calle y dirigirse a ellas salvo en casos específicos; de todas maneras, no pensaba desobedecerla, de ser cierta, en mis visitas a la bella Vetusta clariniana, y no por acatamiento perruno a un bando municipal, sino al posible de mi esposa…
No son bulos, sin embargo, otras ocurrencias que van teniendo lugar a lo largo y ancho de la Piel de Toro, y cito como ejemplos las normas de cómo sentarse los caballeros en los transportes públicos de Madrid o los consejos higiénicos para las señoras que algunos ilustres /as (inserto esta tontería lingüística, sin que sirva de precedente, ad maiorem gloriam de los/las autoras) lanzaron desde el Ayuntamiento de Manresa.
Lo cierto es que un ansia irrefrenable de intervencionismo, de control y de intimidación recorre nuestras ciudades y villas; se puede aplicar lo que ya decía Ortega: Las cosas buenas que por el mundo acontecen obtienen en España un pálido reflejo. En cambio, las malas repercuten con increíble eficacia y adquieren entre nosotros mayor intensidad que en parte alguna. Así que, aquí, todo se pretende regular, normativizar (¡horrible neologismo!); la burocracia, el papeleo, el formulario y la instancia se han multiplicado de forma exponencial, invirtiendo el sentido de aquella coartada buenista de la Transición: acercar la Administración al ciudadano.
Ahora, las Administraciones, todas ellas, se han acercado tanto que amenazan con invadir salas de estar, cocinas y tálamos, y hasta nuestros más recónditos retretes (en el sentido clásico de la palabra, de momento), penetrar en nuestros cerebros y mediatizar nuestras conciencias. La esfera de lo político amenaza con absorber, de forma inmisericorde, los ámbitos sociales, civiles e, incluso, íntimos. En visto de ello, han resurgido en mi interior los atavismos carpetovetónicos; un prurito de libertad personal, casi anarcoide, me impulsa; me pican las pulgas de la pelliza de Viriato, y no contra el extranjero, sino contra mis propios compatriotas intervencionistas, mandones y despóticos.
En consecuencia, haré mangas y capirotes de todo aquello que entre en la consideración de políticamente correcto; no así del sentido común y de las leyes establecidas, a pesar de que mi alcaldesa de Barcelona, la señora Inmaculada Colau, me dio pie a ello cuando dijo aquello de que habría que desobedecer algunas leyes que no nos gustan, cosa que, por otra parte, vienen haciendo los separatas sin que pase nada de nada. Por ejemplo, mis formas de expresión lingüística se acomodarán tan solo a lo que dicte la Madre Academia, y no a manuales de estilo de la corrección imperante.
En castizo, llamaré al pan pan y al vino vino; no me importará decir coloquialmente que esto es una merienda de negros para referirme a la política nacional; ni que me han engañado como a un chino, cosa que se me ocurre después de haber votado.
Usaré del rico patrimonio de sinónimos del español para hablar de esa semana multicolor que se está celebrando en los Madriles, y no me dará la real gana de acudir a los repipis y rimbombantes términos neutros (ciudadanía, alumnado, personal médico…) para que no me acusen de machismo. Cuando esté de humor, contaré los chistes oportunos, de todos los temas, incluidos los de loros…
En orden a mis convicciones, no tendré ningún género de remilgo en mostrar públicamente mis creencias religiosas, y respetaré las de los demás siempre en régimen de reciprocidad, nunca de acomplejamiento timorato.
Me afirmaré en mi españolidad desde mi Cataluña hispánica y procuraré que no salgan de mis labios términos como este país, Estado español y similares; diré, cuando llegue la ocasión, que es una majadería eso de la nación de naciones, y que lo del federalismo asimétrico solo se le puede ocurrir a algún taradillo de pro.
Mantendré mi postura de indignado de verdad frente a un Sistema que priva la economía financiera parasitaria frente a la economía productiva y empobrece poblaciones enteras; pero mi indignación no es de escaparate ni proclive a que me vendan duros a cuatro pesetas bajo las marcas progresistas. Cuando esté en vena, tararearé o cantaré, según las ocasiones, el Montañas Nevadas, la Chaparrita, la jota de La Dolores, la Ramona y, en momentos íntimos, Con mis manos en tu cintura… Y el Cara al Sol o El novio de la muerte si se ponen muy pesados.
Leeré clásicos y no best seller tontorrones; veré las películas que no se anuncien a bombo y platillo por la tele y, si me equivoco en la elección, saldré del cine a las primeras escenas, aunque hayan dicho los críticos de la progresía que estamos ante una obra maestra.
A la hora de encender mi pipa, solo tendré en cuanto el consejo de mi abuelo de nunca molestar a los no fumadores, y responderé con una sonrisa irónica y mordaz a las miradas torvas que me prodiguen por las calles los defensores a ultranza de esa ideología de la salud. Y así sucesivamente…
Invito a todos los lectores, no a firmar este manifiesto, como obligado colofón de artistas e intelectuales al uso y costumbre, sino a que, como españolitos de a pie, se dejen de historias para no dormir y hagan uso de sus redaños y de su libertad.