ZONAS HOSTILES
Manuel Parra Celaya. Reconozco que no he visto aún Zona hostil, dirigida por Adolfo Martínez y protagonizada por Ariadna Gil y Raúl Mérida, que, como saben ustedes, narra un hecho bélico ocurrido en 2012 y en el que soldados españoles lograron evacuar a dos estadounidenses y rescatar un helicóptero, haciendo frente al enemigo con un par, como diría Pérez-Reverte.
Ocurre que, antes de ir al cine prefiero asesorarme acerca de la película (y, sobre todo, si es de factura nacional, y perdonen la manera de señalar), para evitar que me vendan mensajes de contrabando, ya que me han asegurado que tomarse berrinches va mal para la salud y hace envejecer más pronto. En el caso de Zona hostil, todos los comentarios que he escuchado son elogiosos, de forma que me he prometido a mí mismo verla y, si procede, aplaudir al final, como hice en su momento con Alatriste.
Pero no es de cine de lo que me proponía escribir, sino acerca de la opinión de un militar, que participó en la realidad en la acción ahora llevada a la pantalla, y que sostiene que la percepción social sobre el Ejército ha cambiado. Eso lo leí dos días antes de que unos individuos golpearan en Palma de Mallorca a un oficial que realizaba gestiones particulares; y pocas semanas después de que, en el pueblo de Gerona, el Ayuntamiento adoptase la decisión de prohibir (¿) en su territorio municipal una maniobras; y también un poco más tarde de que la señora Inmaculada Colau consintiera (¿) en que la tropa de Barcelona se moviera por la sierra de Collserola con la condición de que no portaran armas; y de que el alcalde de Lérida (también con un par) tuviera que pararle los pies al ucase de la Generalidad que insistía en que el Ejército no estuviera presente en salones para la juventud; acabo de leer que el Ayuntamiento gerundense acepta a los militares en la feria ExpoJove, ¡a condición de que no vayan uniformados! Y no cuento otras anécdotas de otros lugares de España por no alargarme y no poner en evidencia al testigo familiar…
Porque, queridos lectores, no solo existen zonas hostiles allá donde nuestros soldaditos llevan a cabo misiones internacionales (de paz, dicen los políticos, pero con tiros muchas veces), sino en la propia España, donde, por cierto, sigue en vigor la prohibición vergonzante (o recomendación taxativa) de que no se vea un uniforme militar por sus calles y plazas, a diferencia de lo que ocurre en el resto de las naciones occidentales.
Desconozco el alcance de esa percepción social que ha cambiado, pero atribuyo esas bienintencionadas palabras a un exceso de optimismo. Sé que el españolito normal, el ciudadano de a pie de cualquier rincón de España, el que es buena gente y va a su trabajo (o lo busca afanosamente), se preocupa de su familia y todavía está callado ante los desafueros que con él o sus hijos se cometen en las aulas, nunca ha dejado de percibir al Ejército como algo propio; muchos de estos ciudadanos hicieron la mili, con sus buenos, regulares y malos momentos, como todo en la viña del Señor, e incluso ahora relatan, con añoranza y las exageraciones lógicas, anécdotas del tiempo en que marcaron el caqui. Pero existe otro sector de la sociedad, el envenenado desde hace muchos años por la puerca política al uso, que mantiene abierta una tremenda brecha entre lo civil y lo militar; es ese sector que desprecia lo que ignora -en palabras de un poeta-, al que una democracia mal entendida le ha llegado al bajovientre -en cita de otro escritor, este novelista- y que desconoce el sentido de valores como compañerismo, abnegación, lealtad, disciplina, valor y esfuerzo, que, por cierto, tan bien vendrían si se aplicaran a otros menesteres sociales no estrictamente castrenses.
En este ámbito desdeñoso y lleno de inquina hacia los uniformes, se dan, además, zonas especialmente hostiles o adversarias con saña del Ejército: son aquellas inficionadas por el virus secesionista, donde la propaganda (y aun la escuela) pretende inculcar el odio a España y a lo español en general. Pero no olvidemos que, en estas zonas, también están esos ciudadanos que he calificado de normales -quizás como mayoría silenciosa o amedentrada-, que no comparten ni por asomo esa vesania anticastrense y antiespañola, y que sufren día a día la presión política, social y mediática; por lo tanto, no es lícito generalizar.
Hemos leído que en Dinamarca han restaurado el Servicio Militar, perfectamente compatible con la profesionalidad y la especialización técnica que demandan los tiempos. ¿Alguien puede suponer cómo sería acogida una medida semejante en la España actual? No hace falta mucha imaginación para describir el panorama de vestiduras rasgadas, a izquierda y derecha, de manifestaciones tumultuarias y de protestas, pacíficas y violentas.
Hace algún tiempo, propuse a un grupo de alumnos de Secundaria, a cuento de un episodio galdosiano, un tema de debate algo escandaloso: cómo reaccionarían ellos en caso de que un supuesto enemigo (sin especificar) invadiera el territorio nacional; las opiniones se dividieron entre quienes eran partidarios de no mover un dedo y someterse y los que, más aguerridos, sostenían que lo mejor era irse al extranjero. No está tan lejana esa percepción de jóvenes educados en la no violencia o la inquina a España… ¿Habrá cambiado en la actualidad? Me permito dudarlo. A lo mejor, si ven películas como la de Adolfo Martínez, empiezan a cambiar de opinión de verdad.