A vueltas con la armonía
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Manuel Parra Celaya. En ocasiones, cuando me pongo a pensar en términos no de política sino de metapolítica, me asalta una sospecha fundamental: ¿avanzamos con esa imparable aceleración histórica de ritmo vertiginoso o es una pura sensación y realmente damos vueltas sobre nosotros mismos, partiendo y retornando a un único punto? Si esto es así, no deja de encerrar, a vez, una tremenda contradicción, pues aparentamos renunciar al pasado, mirar solo de reojo al futuro y anclarnos en el carpe diem consabido, pero, por otra parte, recalamos una y otra vez en manidos tópicos de más de doscientos años y defendemos –implícita o explícitamente- ideologías y doctrinas que han demostrado su falibilidad. Obsérvese que no las rechazo de plano en todos sus aspectos, sino que, al calificarlas de falibles, les estoy arrebatando su aureola de panacea universal.
Así, me da la impresión de que vivimos de rentas, grosso modo, de los mitos creados por Rousseau, Voltaire y, en general, por los revolucionarios de fines del XVIII, que descansan, en el fondo, en la creación de una “religión secular”, esencialmente anticristiana y tendente a la utopía; siguiendo esta línea, pretendemos obtener aún los réditos de los “filósofos de la duda”, Freud, Nietzsche y Marx, y de sus epígonos y continuadores, Marcuse, Adorno, Reich…, sin olvidarnos, por supuesto, del decisivo Gramsci, empeñado en la deconstrucción de almas y mentes, ancladas, según él, en la odiada superestructura.
Cada día tengo más claro que lo más negativo de ese pensamiento y de esas acciones nacidas en las postrimerías del XVIII –que empezó con las proclamas revolucionarias aplaudidas por los petimetres de empolvadas pelucas- y desarrolladas en las dos centurias siguientes fue la ruptura de la armonía entre el hombre y su entorno; lo que nació con la “religión secular”, sus continuadores y sus epígonos actuales, no solo fueron teorías filosóficas, políticas o económicas, sino la auténtica entrada en la historia del relativismo, que lleva inexorablemente al nihilismo, y, por tanto, a la pérdida de cualquier norte de naturaleza trascendente o simplemente humana y terrenal.
A consecuencia de esto, el hombre de hoy vive en la más absoluta incompatibilidad de sus destinos individual y colectivo, en la imposibilidad de hallar un equilibrio entre libertad y justicia, de conciliarse con el mundo que le rodea, sea la propia naturaleza, sea la sociedad, sea la ciencia y la tecnología creadas con su esfuerzo y su razón.
Tampoco le es dado a nuestro hombre del siglo XXI la capacidad de integrar de forma satisfactoria y eficaz lo viejo y lo nuevo: lo que se debe conservar y lo que hay que cambiar por haber demostrado su error o falta de eficacia; del mismo modo, no atina a valorar, en su unidad armónica de ser compuesto de alma y cuerpo, lo espiritual y lo material, concediendo a cada uno el lugar de primacía o de subordinación que merece.
Por ello, sigo creyendo que, frente a conservadurismos y revolucionarismos infantiles, frente a los encasillamientos de derecha y de izquierda (términos, por cierto, provenientes de la revolución Francesa del XVIII), frente al enrocamiento del Sistema y de la demagogia de los que, en el fondo, viven de él, mi identificación personal será siempre con aquellos planteamientos que lleven en su frontispicio, en lugar de promesas que nunca se van a cumplir, la bendita propuesta de volver a armonizar al hombre con su entorno, con su sociedad, con su patria, con la naturaleza, con Dios.