Un paso más, señor Rivera
Manuel Parra Celaya. Permítanme que hoy empiece con una cita significativa del sociólogo Zygmunt Bauman: “Lo que está mal en la sociedad en la que vivimos es que ha dejado de cuestionarse a sí misma. Se trata de un tipo de sociedad que ya no reconoce la alternativa de otra sociedad y, por lo tanto, se considera absuelta del deber de examinar, demostrar, justificar (y más aun de probar) la validez de sus presupuestos explícitos e implícitos”.
Viene a cuento porque la constitución de los ayuntamientos, tras las pasadas elecciones, ha suscitado el estupor de las “personas de orden”; y no es para menos, a juzgar por algunos primeros elementos de juicio, aun a riesgo de no respetar los simbólicos cien días. Sin embargo, los comentarios de estas personas, trasladados a la prensa escrita y a los comentarios de la red, pecan, por una parte, de una amnesia sobrevenida de repente y, por la otra, de una falta de rigor ideológico: con respecto a lo primero, parecen obviar el impacto que ha tenido en el vuelco electoral la lacra de la corrupción; con relación a lo segundo, no atinan a ver que están poniendo en tela de juicio la validez del sufragio universal, uno de los dogmas del sistema.
Pero no voy a entrar ahora en el trapo en cuanto a estas dos últimas consideraciones; prefiero fijarme en una aparentemente menor, aunque relacionada con ellas. Cuando se dice que estamos asistiendo a un cuestionamiento del bipartidismo, intentamos suavizar las cosas: en realidad, lo que se está cuestionando en verdad es el partidismo, es decir, el monopolio de los partidos políticos como únicas formas de representación y participación.
Rescato de mi biblioteca otra obra añeja: Los partidos políticos en el Estado moderno, de Lorenzo Caboara, donde tengo subrayada, entre otras, la siguiente afirmación: “Debemos preguntarnos si la partidocracia, que es el fruto más reciente de la vida parlamentaria en un Estado democrático representativo, constituye una evolución del principio democrático o, si por el contrario, representa la última expresión de un proceso involutivo y degenerativo”. Pues bien, treinta y ocho años después (el texto es de 1967), la pregunta subsiste y parece que ya la están respondiendo muchísimos ciudadanos, no solo españoles y europeos, sino americanos; leo que en México, por ejemplo, crece la descalificación pública de los partidos al uso y proliferan las agrupaciones y plataformas de intereses reales ciudadanos como vehículos de voto participativo.
Ya dejó dicho el Sr. Tony Blair que “es necesario fortalecer el impulso democrático para encontrar nuevas formas de participación de los ciudadanos en las decisiones que les afecten”, en su línea de “profundizar en la democracia”. Claro que, por muchos condicionantes, el Sr. Blair no llevó a cabo su tarea de profundización y abandonó el sillón de premier sin ir más allá. Y, como en el caso de la nueva izquierda que abanderaba, puede ocurrirles a cuantos pretendan representar una bocanada de aire fresco y renovado, en España, sin ir más lejos. Por ejemplo, al Sr. Albert Rivera, de quien no se puede dejar de reconocer el valor, por lo menos en cuanto a exigir el freno a la corrupción y a plantar cara a los insolidarios separatistas; he leído que pretende regular los lobbies, entendidos en su sentido amplio de sectores de intereses sociales, como asociaciones vecinales, entidades culturales o deportivas, etc., que significan una forma de presión a los políticos salidos de las urnas.
Y me vuelvo a preguntar: ¿solo para presionar? ¿Por qué no para representar por sí mismos, es decir, convertirse en verdaderos cauces de participación ciudadana? Claro que ello implicaría un profundo cuestionamiento del sistema establecido, en la línea de la cita de Bauman con que empezaban estas líneas. Atrévase, Sr. Rivera, dé un paso más para autentificar la democracia.
En esta tarea –tan valiente como aborrecer la corrupción o defender la integridad de España y la igualdad de todos ante la ley- contamos con una larguísima y brillante herencia de pensadores españoles que apostaron por ella y, además, de distintas y –aparentemente- divergentes posturas ideológicas. Por ejemplo, y cito de memoria, los liberales krausistas, teóricos del organicismo social y político, desde Giner de los Ríos a Joaquín Costa; los tradicionalistas como Donoso Cortés y Ramiro de Maeztu; el republicano Salvador de Madariaga, propulsor de una democracia orgánica unánime, el socialista Fernando de los Ríos y el falangista José Antonio Primo de Rivera, partidario de las unidades naturales de convivencia, teoría cuya traslación a la práctica del franquismo fue una simple caricatura.
Sé de sobra que nuestra condición postmoderna nos veta la posibilidad de aceptar autoridades intelectuales del pasado, pero no estaría de más saltarse la moda y actuar en consecuencia, visto lo visto. ¿Que representaría cuestionarse el Sistema? ¡Y qué más dará! A lo mejor, una crítica y un trabajo intelectual serio en este sentido evitarían las anécdotas sorprendentes –algunas de ellas verdaderas mamarrachadas- que han salpicado la constitución de los ayuntamientos y que tanto escandalizan a las “personas de orden”.